La
aventura del tocador de señoras es una de las mejores novelas de humor que he leído, y
también una notable novela de intriga.
Tanto que la modestia del autor en el prólogo no está justificada a la vista
del resultado. Creo que Mendoza,
equivocadamente, confunde mérito y trabajo, como si el genio no tuviera mérito,
y si esta novela la escribió a modo de pasatiempo no sé el trabajo que tendrá,
pero genio e ingenio no le falta.
Antes de leer El enredo de la bolsa y la vida, he releído
las tres novelas anteriores del mismo personaje, y me ha venido bien para
apreciar en su justa medida La aventura
del tocador de señoras (a mi modo de ver, una novela genial y la más
elaborada de las tres), porque estaba prevenido respecto a la complejidad de su
argumento y he procurado seguirlo más atentamente.
Y es que el argumento es
verdaderamente enrevesado, a la vista de todos los personajes que hay y de que
ninguno es del todo inocente, pero se sigue bien si la novela se lee en un corto periodo
de tiempo. El innominado protagonista, injustamente conocido como “el detective loco”, tras pasar no sé
cuántos años en el manicomio ha salido de él por haberse curado todos los
internos a la vez de forma "milagrosa", al hilo de una operación inmobiliaria
sobre los terrenos donde se asienta el centro. Y no solo eso, ha conseguido ser
una persona “normal”. Su hermana Cándida
se ha casado con un tal Viriato,
ciudadano dado a la filosofía, la homosexualidad y la vagancia, y propietario
de la más espantosa y lúgubre peluquería que vieron los siglos: El tocador de señoras; dadas las aficiones del cuñado y su escaso
amor al trabajo, el protagonista ha quedado a cargo del negocio, malsano y ruinoso, donde una guapa y
joven mujer, Ivet, lo va a buscar con una extraña propuesta: que simule un robo
en una empresa. Pero el robo simulado acaba siendo otra cosa, y en el escenario del "robo" aparece luego el cadáver del dueño de la empresa. El protagonista es,
obviamente, el principal sospechoso del crimen, pero lo fundamental para todos es
el objeto robado: una documentación comprometedora con muchos novios. Todos los
cuales tienen, además, una curiosa historia detrás. Muchas de esas historias se
han entrecruzado a lo largo de la vida; y las que no, pasan a entrecruzarse en
la novela. Parece que he anticipado mucho, pero no he anticipado nada, porque este solo es el planteamiento. Y no es posible decir más sin hacer demasiado enrevesada la
explicación: basta señalar que tamaño barullo va encajando a la perfección,
página a página, y que si detrás no hay un preciso trabajo de planificación lo
que hay es un ingenio como para acomplejar a cualquiera.
Pero estando el argumento
urdido con tanta imaginación y tanta calidad, el humor está por encima. Tengo la sensación –pero es solo una
impresión-, de que El misterio de la
cripta embrujada (1977) fue la novela más espontanea de las tres, la más
escrita sin pensar, y, por ello, quizá no dejó tranquilo a Mendoza, quien con El
laberinto de las aceitunas (1982) posiblemente aprovechó el éxito de la
primera con una novela algo más planificada pero de menor altura, y esto –pero insisto en que son
elucubraciones mías- le hizo sentirse en deuda con el personaje y consigo mismo,
de forma que en La aventura del tocador
de señoras (2001) ha encumbrado al personaje y, a la vez, Mendoza se ha entregado más. Para tener
la conciencia tranquila. Y no solo ha encumbrado al protagonista, sino al
conjunto del texto.
El protagonista, cuya edad
es indeterminada, ha visto pasar el tiempo tras las rejas del manicomio; de él
salió en 1977 en El misterio de la
cripta embrujada y en 1982 en El
laberinto de las aceitunas. Ahora estamos 2001 y aunque el protagonista no
parece haber envejecido, admite el paso del tiempo. Es más: se ha convertido en
el buenazo que ya apuntaba, y solo aspira a llevar una vida de ciudadano ejemplar,
aunque no consigue abandonar su escatológica
sordidez ni ha renunciado a sus solemnes
parlamentos. Es un individuo que lo mismo está pendiente de los detalles
más nimios que cae en los despistes más absurdos, que tan pronto razona con
brillantez como se lía con la cosa más tonta, que lo mismo evita todo peligro (por
ejemplo borrando sus huellas del escenario de un crimen) que desafía al riesgo
refrescándose los pies, con zapatos y todo, en la casa donde está investigando
de rondón. Su riqueza de vocabulario
es prodigiosa, haciendo que el lenguaje
sea un recurso humorístico más tanto por lo rimbombante de los discursos y
opiniones como por lo chocante que resulta esa expresión en un tipejo de su
calaña. En esta ocasión Mendoza
explota magistralmente las aclaraciones hechas por el propio personaje tanto
vía paréntesis -cuando explicando lo obvio hace pensar en lo absurdo- como
cuando el personaje considera al lector o a otros personajes tan limitados que
insiste en ciertas precisiones. Como en las otras novelas, pero en esta más que
en el resto, una parte importante del cariño que despierta radica
en la nula consideración en que lo tiene el resto, pese a sus buenas
intenciones y a su exquisita educación (los personajes de alto copete llegan a
referirse a él, en su presencia, como “mierda con moscas”). Y, como en otras
novelas, pero también más en esta, el resto del afecto se lo gana el personaje
con un ingenio y una capacidad de adaptación que lo sitúan,
con su escasez de medios, por encima de quienes los tienen todos. ¿Quién no
siente simpatía hacia quien hace lo más con lo menos, hacia quien es capaz de
superar la precariedad a base de inteligencia?
El segundo personaje al que
quiero hacer referencia es el alcalde de
Barcelona. Mendoza no le pone
nombre ni cita a qué partido pertenece, aunque en la época en que transcurren
los hechos era Joan Clos, por lo que
resulta complicado no pensar en él. Pero si no cita ni nombre ni partido es
porque el alcalde que retrata Mendoza
es un símbolo, una caricatura de la
que se sirve para criticar lo peor de la
política, todo lo que ahora, diez años más tarde, ha originado tanto
debate. Así denuncia el populismo (cuando el alcalde, en campaña electoral,
abraza fogosamente a quien no conoce de nada), al político que elude sus
responsabilidades (el acalde se escaquea a a hora de subvencionar El tocador de
señoras, afectado por la explosión de una bomba), critica Mendoza la actitud pasiva ante la corrupción (cuando algo ilegal
llega a sus oídos, el alcalde se limita a decir con fingida turbación: “estas no
son cosas que yo deba oír”), critica tambiñen la propensión a la corrupción
(indica el alcalde que todos quieren meter mano en las arcas, o que no es con
razones como cambian las políticas), se denuncian los mensajes hueros (como
cuando al ir a hablar en público el
alcalde dice que va a hablar “de nada, como de costumbre”, o cuando aparece en
casa del protagonista diciendo una cosa y la contraria), se critica el hacer de
la política un medio de vida (como cuando cínicamente el alcalde se refiere a
la dureza de tener que alternar esquís y yates sin tiempo para darse a la
holganza, o cuando la evolución ideológica está ligada al “ande yo caliente”), se
censura el caso omiso que a menudo la política hace a los votantes (como cuando
el alcalde agradece el elocuente silencio que lo anima a volver a presentarse),
se alude a la financiación ilegal de los partidos políticos (cuando el alcalde
agradece el “apoyo material” de los presentes), y se critican los modos de
hacer política (el alcalde se queja de que la oposición es dura porque
tienen tan pocos escrúpulos como ellos), etc. Una caricatura, sí, pero una crítica despiadada a la que hay que
añadir otra, más fugaz pero que aparece varias veces, de la que también se ha
hablado mucho una década más tarde: los
excesos del urbanismo vinculados a la especulación.
También quiero señalar a Arderiu. Es un personaje secundario, aparentemente
solo el marido calzonazos de Reinona,
pero genial. Un hombre rico y tonto,
muy rico y muy tonto, que se confunde cada vez que abre la boca pero que no
puede dejar de hablar de forma impetuosa; un hombre que, con su verborrea y sus
confusiones, pone de manifiesto una escala de valores donde prima el interés,
el estar, el hacer, sobre el ser (a pesar de su paradójico final).
El resto de personajes están
también muy logrado, en especial el chófer negro llamado Magnolio, e Ivet Pardalot,
que se caracterizan por su aspecto y su forma de hablar. Más desdibujados están
la otra Ivet y, en su breve
aparición, Cándida, la hermana del
protagonista, que sorprendentemente habla como él (aunque este contagiarse unos
personajes a otros el modo de hablar sucede en otras ocasiones, pero nunca de
forma tan llamativa). También en ellos hay una carga crítica. Los poderosos van
a su aire, pisotean al resto sin pudor, como también lo hacen quienes aspiran a
estar bien. Son los más bajos en la escala social, Magnolio, los propietarios
del bar donde se le puede localizar, el protagonista y todos los viejos y pequeños
comerciantes que apenas sobreviven a su alrededor, los únicos dispuestos a
hacer favores al resto. Mención aparte merece Ivet, “la guapa de la película”, que parece una cosa y acaba confirmándolo,
aunque... quien quiera saber más, que lea la novela. Por último, hay también "figurantes" que resultan graciosos, como el policía y el mozo de escuadra que por tres veces aparecen, o la enfermerota (no se le puede llamar de otra manera) al frente de la residencia de ancianos.
Hay en La aventura del tocador de señoras escenas y personajes que pueden
ser interpretados como un guiño. Por ejemplo, la escena en casa del
protagonista donde cada uno que llega cuenta su historia y acaba escondido donde buenamente puede cuando llega alguien más -y no paran de
llegar- recuerda a muchas comedias de los años sesenta. También me ha llamado la atención la presencia
del señor Mandanga: no sé si es una
casualidad derivada de jugar con la fonética o un guiño a Tom Sharpe, que en Becas
Flacas incluyó un personaje secundario, Madame Ma´Ndangas, ciertamente peculiar. Incluso la noticia del
asesinato de Manuel Pardalot tiene reminiscencias jardelianas, por la forma en que el periódico lo anuncia.
Al igual que en El laberinto de las aceitunas, merece
mención aparte la forma de hacer humor con los nombres. Muy “mortadelofilemoniana”,
con permiso de Ibáñez. El abogado
chanchullero es el “abogado señor Miscosillas”,
la señorona bien posicionada en la sociedad y centro de atención de todos es Reinona; el cuñado, que es lo menos
parecido a un líder aguerrido se llama Viriato;
llamar Magnolio a un negro gigantesco
también tiene su aquel, como llamar Purines
a la vecina que se prostituye en plan dominatrix. Frente a todos estos
personajes de vida o porte llamativo, el aparentemente más normal de todos, el
guardia de seguridad, solo se llama Santi. Para indicar que respecto al resto de personajes no es más que un pobre pringadillo, a Mendoza le basta la simplicidad del nombre.
Hay alusiones a las novelas precedentes
a través del recurso esporádico al nombre de Sugrañes, el director del manicomio, la presencia de Cándida o la forma en que el autor
soluciona una buena papeleta trayendo a colación, de forma ingeniosísima y nada
forzada al comisario Flores. La
escatología pierde presencia respecto a otras ocasiones, lo que no es obstáculo
para que el protagonista, que además se pasa la novela muerto de hambre, pueda
ser visto y olido por todos.
Y junto a todo lo dicho encontramos gags cuando menos lo esperamos, figuras estrambóticas, situaciones
absurdas, diálogos geniales, infinidad de situaciones graciosas y, una vez más,
el vestuario del protagonista, que va desde el smoking plateado lleno de lamparones
a la camisa de la Unió Esportiva Lleida, todo avanzando a la vez, de forma armónica,
sin que nada desentone ni sobresalga, consiguiendo algo tan difícil como el equilibrio
entre recursos tan diferentes que a su vez envuelven una intriga complicada y
sumamente detallada. Volviendo al principio: una de las mejores novelas de humor que he leído. Y también una novela de intriga donde hasta el final no se sabe qué ocurrió, y donde cualquiera puede ser responsable de todo.
Y Mendoza, un lujo.