En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

Mostrando entradas con la etiqueta El detective loco de Eduardo Mendoza. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta El detective loco de Eduardo Mendoza. Mostrar todas las entradas

lunes, 4 de julio de 2016

El secreto de la modelo extraviada - Eduardo Mendoza



1978, 1982, 2001, 2012 y 2015 son los años de publicación de las novelas del «detective loco». Una distribución que indica que Eduardo Mendoza escribe lo que le apetece cuando le apetece, aunque creo que con el segundo (El laberinto de las aceitunas) trató de aprovechar el éxito del primero (El misterio de la cripta embrujada), el cual es el mejor de la saga tras La aventura del tocador de señoras; y creo también que El enredo de la bolsa y la vida es un libro no sé si de trámite, pero sí algo triste por cómo el paso del tiempo para Barcelona y los personajes ha acabado con el mundo que tantos lectores disfrutamos en las otras tres novelas, y quizá de ahí que El secreto de la modelo extraviada cambie de enfoque y tenga una personalidad diferente a las otras cuatro.

Cambia sin renunciar que el tiempo haya pasado para todos, porque basta el mordisco de un perro para que el protagonista rememore, durante más de la mitad del libro, una «aventura» de treinta años atrás, lo que lo devuelve a la frescura de la juventud y a la Barcelona preolímpica. Cambia también porque cuando se vuelve al tiempo actual se abandona el aire de fracaso y decrepitud que hacía del Enredo de la bolsa y la vida una novela algo triste; en cambio en El secreto de la modelo extraviada la secuencia pasado-presente logra un contraste temporal mucho más ágil y divertido que en El enredo de la bolsa y la vida, la cual se publicó once años después de su antecesora y la evolución daba más para compadecerse de los personajes que para sorprenderse. Cambia el humor respecto a las mejores novelas de la saga, porque es menos delirante, más centrado en el gag, con numerosas concesiones al absurdo que no pretenden caracterizar personajes concretos, sino que son un fin en sí mismas, aunque Mendoza no abandona algunos recursos habituales como la reiteración de coletillas (el «cocina riojana» o «yo no soy gay») y ciertas notas que lindan con la escatología porque el protagonista lo requiere (como todas las que aluden al papeo que debe repartir y no acaba nunca de entregar). Cambia porque así como en La aventura del tocador de señoras la mezcla de intriga y humor es magistral, en El secreto de la modelo extraviada la intriga gana peso (que no complejidad) y el humor más bien la rodea. Una novela superior a su inmediata antecesora, pero se diría que Mendoza no ha intentado sorprender con nada nuevo, sino ofrecer lo que sus lectores esperan, con talento y buen hacer, pero sin intentar superarse. Da la impresión de que ha trabajado más la trama, la organización de las cosas para que todo discurra sin prisa pero sin pausa (es ejemplar el modo en que las cosas se suceden), que los detalles humorísticos. El resultado es una novela que se lee rápido y bien, en la que se desea avanzar sin llegar a percibir los burdos trucos de «modo de trabajo best seller».

Se lee fácil, digo, pese a lo redicho no solo del protagonista, sino de casi todos los personajes. El lenguaje elaborado y algo arcaico, que forma parte del humor tanto como la historia, pasa de ser un elemento caracterizador del protagonista-narrador a filtrarse de tal modo en todos los intervinientes que la novela gana en originalidad, pero el protagonista resalta menos al perder contraste con el resto del «reparto». La intriga atrapa, aunque lo que más lo hace es el cariño que se siente hacia el protagonista. Mendoza escribe de maravilla, pero aunque lo hiciera mal uno lee para estar con el personaje más que para saber qué le ocurre. Qué merito haber logrado algo así.

Leed todas las novelas de la serie. Comparadas con algunas cosas que dicen que son humor, estamos hablando de libros maravillosos. 






jueves, 28 de noviembre de 2013

El enredo de la bolsa y la vida – Eduardo Mendoza



            Tan bien me lo pasé con La aventura del tocador de señoras que cuando apareció publicado El enredo de la bolsa y la vida no lo compré de inmediato porque preferí esperar, acumular ganas, para luego disfrutar más de la lectura. Lo hice en la creencia de que esta nueva novela mantendría el altísimo nivel de su predecesora. Bueno, pues aunque ambas comparten protagonista y escenarios, poco tienen que ver, y junto con El misterio de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas forman una serie algo irregular, lo cual bien puede explicarse por las tres décadas y media que separan a la cripta del enredo.
            Invitado a un acto de reconocimiento por doctor Sugrañes, psiquiatra responsable del innominado protagonista durante sus años de encierro en el manicomio, este coincide con un antiguo interno y amigo, Rómulo el Guapo, que le propone dar un golpe. El protagonista se niega, dado que ha conseguido ser una persona respetable al frente de una lamentable peluquería sin clientes y con deudas, y ahí queda la cosa. Pero poco después aparece una niña en la peluquería, diciéndole que Rómulo ha desaparecido, y pidiéndole ayuda para encontrarlo. Con la colaboración de dos “estatuas vivientes”, un repartidor de pizzas y una extremista de izquierdas, el protagonista monta un grupo de trabajo -con centro en un cutrísimo bar llamado Se vende perro-  que se pasa la novela observando aquí y allá, lo que hace que acción haya poca, aparte de algún allanamiento y un corto viajecito a las Costa Brava. Pero no es la investigación, sino una subinspectora de policía, quien les pone sobre la pista de un terrorista internacional, desembocando la cosa en torno a un atentado contra Ángela Merkel.
            El argumento está menos trabajado que otras veces, con poco espacio para la sorpresa,  pero es tan sencillo que casi resulta agradable por su propia simpleza, dado que los personajes no hacen otra cosa que ir y venir. Pero lo que más he echado de menos ha sido, precisamente,  a los personajes. ¿Por qué? Porque el tiempo ha pasado para todos, todos han envejecido, todos están más decepcionados con la vida, más cansados y faltos ya de toda ambición, aunque da la impresión de que el cansancio es del propio Mendoza. Tan evidente es, que leyendo el libro he recordado varias veces unas declaraciones suyas con motivo de la publicación de esta novela, diciendo, con la honestidad que le caracteriza, que este tipo de escritura es muy agradecida porque le cuesta poco trabajo y se vende mucho; por primera vez me he creído que le había costado poco, y hasta me he planteado las razones por las que Mendoza ha escrito esta novela que, desde luego, poco tendrán que ver con las que confesó que le llevaron a escribir El misterio de la cripta embrujada.
              En el enredo, el protagonista ha perdido casi toda la solemnidad que hacía de él una caricatura; es ahora un personaje casi normal, al margen de algún ramalazo; de su extravagancia solo queda sus pocos escrúpulos en materia higiénica, lo grotesco de algunas indumentarias y la costumbre de echarse a dormir en cualquier lugar por incómodo que sea. Se ha perdido también buena parte del absurdo y los personajes secundarios fían toda su gracia a su apariencia, quedando infinitamente por debajo de personajes memorables de La aventura del tocador de señoras, como el Alcalde y Arderiu. Los más conseguidos son la familia china que ha abierto un bazar casi enfrente de la peluquería. Especialmente sosa resulta la Ángela Merkel de la novela, plantada en ella como si su sola presencia en compañía de tanto desarrapado tuviera que ser hilarante. No lo es.  Los personajes, en conjunto, resultan graciosos, pero tienen menos mala sombra de lo que parece, entre otras cosas porque la falta chispa e ingenio respecto al “tocador” implica una pérdida considerable de capacidad crítica. Si en el “tocador” la corrupción pública y privada salían vilipendiadas, en el enredo poco se critica, y sin demasiada intensidad. Hay unas cuantas alusiones a la crisis, pero como entorno, sin que se entre a censurar ni uno solo de los excesos y desajustes que la han provocado. Lo más llamativo, pero no crítico, posiblemente sea la alusión final a la influencia de China en el mundo. Por todo esto El enredo de la bolsa y la vida es, sin duda, la novela más normal de las cuatro que comparten protagonista, la más cercana al concepto de novela tradicional y "de consumo", y como lo que pierde en humor no lo gana en intriga el resultado es modesto. Aunque, claro, los resultados modestos de un autor como Mendoza están por encima de los resultados brillantes de muchos otros. Falta chispa, sí, pero se aprecia profesionalidad y buen hacer.
            La historia, no sé si para hacer más sencillo el humor o para que el lector fiel no se sienta en otro mundo, contiene numerosas alusiones a las novelas precedentes, de las que recupera escenarios y personajes. Cándida, la hermana del protagonista, Viriato, el marido que se echó en la novela anterior, el alcalde de La aventura de tocador de señoras, que tiene una intervención corta en la que aparece completamente desdibujado,  las noticias que se nos dan sobre el comisario Flores y Purines,  de Sugrañes ya he hablado al principio, e incluso aparece “la chica” de El laberinto de las aceitunas, tan hastiada de la vida como el protagonista, y con la que se deja caer una idea que conduce a este, al final de la novela, a un plano completamente nuevo e inesperado, no sé si para dotarlo de una humanidad que escapa de la caricatura y el humor, o para abrir puertas a una nueva novela con un escenario completamente nuevo; no digo a qué me refiero para no fastidiarle a nadie esa sorpresa final, pero sí que lo que se apunta tiene un grave desajuste temporal, lo cual no deja de ser extraño cuando Mendoza ha sido tan puntilloso a la hora de que el tiempo corra para su personaje al mismo ritmo que para el lector.
            En cuanto a los escenarios, todo transcurre en Barcelona, y en concreto en la peluquería El tocador de señoras, que ha perdido su encanto porque mientras que en la novela precedente el lugar era una promesa, una esperanza de una nueva vida para un protagonista capaz de transformar algo tan triste en una oportunidad, ahora, además de conocido, el infecto local ni siquiera es una maldición, quedándose en lo que es: un lugar gris, sucio y en absoluto estimulante.
            En medio de este entorno, de vez en cuando, eso sí, salta la chispa de una escena cómica muy lograda, como cuando se narra el error de Rómulo al asaltar una joyería, aunque otras (como la causa del fracaso del primer atraco que se narra) resulten algo tontas.
            Otra de las cosas que he echado de menos ha sido la habilidad de Mendoza para hacer reír con los nombres. Lo ha intentado, pero El Pollo Morgan, Rómulo el Guapo y otros similares no están a la altura de los Miscosillas, Magnolios, Purines y Plutarquetes.
            Y termino volviendo a algo ya apuntado: el protagonista se ha vuelto menos solemne, menos dado los discursos y la grandilocuencia, como si ya estuviera cansado de todo, y dado que la novela está escrita en primera persona el lenguaje se resiente. Sigue siendo abundante, pero ya no tan florido y, sobre todo, queda mucho más desvinculado del humor. A esto ayuda la ausencia de personajes tan delirantes como el Alcalde y Arderiu, pues los secundarios, en general, están bastante calladitos en esta novela, exceptuando al abuelo chino y a su hijo, cuyo modo de hablar resulta en ocasiones muy gracioso (como cuando se refieren a los “honorables antecedentes penales” del protagonista), pero no da para verborrea alguna.
            En resumen, una novela que se lee muy bien –me le he zampado en dos días-, pero que no está a la altura La aventura del tocador de señoras. Es una novela que disputará con El laberinto de las aceitunas ser la más floja de las cuatro, y posiblemente gane. Dicho lo cual, añado que es una novela infinitamente mejor que engendros que han estado de moda estos últimos años, como Maldito karma o El ángel más tonto del mundo, ambos reseñados en este mismo blog.







jueves, 21 de noviembre de 2013

La aventura del tocador de señoras – Eduardo Mendoza




          La aventura del tocador de señoras es una de las mejores novelas de humor que he leído, y también una notable novela de intriga. Tanto que la modestia del autor en el prólogo no está justificada a la vista del resultado. Creo que Mendoza, equivocadamente, confunde mérito y trabajo, como si el genio no tuviera mérito, y si esta novela la escribió a modo de pasatiempo no sé el trabajo que tendrá, pero genio e ingenio no le falta.
Antes de leer El enredo de la bolsa y la vida, he releído las tres novelas anteriores del mismo personaje, y me ha venido bien para apreciar en su justa medida La aventura del tocador de señoras (a mi modo de ver, una novela genial y la más elaborada de las tres), porque estaba prevenido respecto a la complejidad de su argumento y he procurado seguirlo más atentamente.
Y es que el argumento es verdaderamente enrevesado, a la vista de todos los personajes que hay y de que ninguno es del todo inocente, pero se sigue bien si la novela se lee en un corto periodo de tiempo. El innominado protagonista, injustamente conocido como “el detective loco”, tras pasar no sé cuántos años en el manicomio ha salido de él por haberse curado todos los internos a la vez de forma "milagrosa", al hilo de una operación inmobiliaria sobre los terrenos donde se asienta el centro. Y no solo eso, ha conseguido ser una persona “normal”. Su hermana Cándida se ha casado con un tal Viriato, ciudadano dado a la filosofía, la homosexualidad y la vagancia, y propietario de la más espantosa y lúgubre peluquería que vieron los siglos: El tocador de señoras; dadas las aficiones del cuñado y su escaso amor al trabajo, el protagonista ha quedado a cargo del negocio, malsano y ruinoso, donde una guapa y joven  mujer, Ivet, lo va a buscar con una extraña propuesta: que simule un robo en una empresa. Pero el robo simulado acaba siendo otra cosa, y en el escenario del "robo" aparece luego el cadáver del dueño de la empresa. El protagonista es, obviamente, el principal sospechoso del crimen, pero lo fundamental para todos es el objeto robado: una documentación comprometedora con muchos novios. Todos los cuales tienen, además, una curiosa historia detrás. Muchas de esas historias se han entrecruzado a lo largo de la vida; y las que no, pasan a entrecruzarse en la novela. Parece que he anticipado mucho, pero no he anticipado nada, porque este solo es el planteamiento. Y no es posible decir más sin hacer demasiado enrevesada la explicación: basta señalar que tamaño barullo va encajando a la perfección, página a página, y que si detrás no hay un preciso trabajo de planificación lo que hay es un ingenio como para acomplejar a cualquiera.
Pero estando el argumento urdido con tanta imaginación y tanta calidad, el humor está por encima. Tengo la sensación –pero es solo una impresión-, de que El misterio de la cripta embrujada (1977) fue la novela más espontanea de las tres, la más escrita sin pensar, y, por ello, quizá no dejó tranquilo a Mendoza, quien con El laberinto de las aceitunas (1982) posiblemente aprovechó el éxito de la primera con una novela algo más planificada pero de menor altura, y esto –pero insisto en que son elucubraciones mías- le hizo sentirse en deuda con el personaje y consigo mismo, de forma que en La aventura del tocador de señoras (2001) ha encumbrado al personaje y, a la vez, Mendoza se ha entregado más. Para tener la conciencia tranquila. Y no solo ha encumbrado al protagonista, sino al conjunto del texto.
El protagonista, cuya edad es indeterminada, ha visto pasar el tiempo tras las rejas del manicomio; de él salió en 1977 en El misterio de la cripta embrujada y en 1982 en El laberinto de las aceitunas. Ahora estamos 2001 y aunque el protagonista no parece haber envejecido, admite el paso del tiempo. Es más: se ha convertido en el buenazo que ya apuntaba, y solo aspira a llevar una vida de ciudadano ejemplar, aunque no consigue abandonar su escatológica sordidez ni ha renunciado a sus solemnes parlamentos. Es un individuo que lo mismo está pendiente de los detalles más nimios que cae en los despistes más absurdos, que tan pronto razona con brillantez como se lía con la cosa más tonta, que lo mismo evita todo peligro (por ejemplo borrando sus huellas del escenario de un crimen) que desafía al riesgo refrescándose los pies, con zapatos y todo, en la casa donde está investigando de rondón. Su riqueza de vocabulario es prodigiosa, haciendo que el lenguaje sea un recurso humorístico más tanto por lo rimbombante de los discursos y opiniones como por lo chocante que resulta esa expresión en un tipejo de su calaña. En esta ocasión Mendoza explota magistralmente las aclaraciones hechas por el propio personaje tanto vía paréntesis -cuando explicando lo obvio hace pensar en lo absurdo- como cuando el personaje considera al lector o a otros personajes tan limitados que insiste en ciertas precisiones. Como en las otras novelas, pero en esta más que en el resto, una parte importante del cariño que despierta radica en la nula consideración en que lo tiene el resto, pese a sus buenas intenciones y a su exquisita educación (los personajes de alto copete llegan a referirse a él, en su presencia, como “mierda con moscas”). Y, como en otras novelas, pero también más en esta, el resto del afecto se lo gana el personaje con un ingenio y una capacidad de adaptación que lo sitúan, con su escasez de medios, por encima de quienes los tienen todos. ¿Quién no siente simpatía hacia quien hace lo más con lo menos, hacia quien es capaz de superar la precariedad a base de inteligencia?
El segundo personaje al que quiero hacer referencia es el alcalde de Barcelona. Mendoza no le pone nombre ni cita a qué partido pertenece, aunque en la época en que transcurren los hechos era Joan Clos, por lo que resulta complicado no pensar en él. Pero si no cita ni nombre ni partido es porque el alcalde que retrata Mendoza es un símbolo, una caricatura de la que se sirve para criticar lo peor de la política, todo lo que ahora, diez años más tarde, ha originado tanto debate. Así denuncia el populismo (cuando el alcalde, en campaña electoral, abraza fogosamente a quien no conoce de nada), al político que elude sus responsabilidades (el acalde se escaquea a a hora de subvencionar El tocador de señoras, afectado por la explosión de una bomba), critica Mendoza la actitud pasiva ante la corrupción (cuando algo ilegal llega a sus oídos, el alcalde se limita a decir con fingida turbación: “estas no son cosas que yo deba oír”), critica tambiñen la propensión a la corrupción (indica el alcalde que todos quieren meter mano en las arcas, o que no es con razones como cambian las políticas), se denuncian los mensajes hueros (como cuando  al ir a hablar en público el alcalde dice que va a hablar “de nada, como de costumbre”, o cuando aparece en casa del protagonista diciendo una cosa y la contraria), se critica el hacer de la política un medio de vida (como cuando cínicamente el alcalde se refiere a la dureza de tener que alternar esquís y yates sin tiempo para darse a la holganza, o cuando la evolución ideológica está ligada al “ande yo caliente”), se censura el caso omiso que a menudo la política hace a los votantes (como cuando el alcalde agradece el elocuente silencio que lo anima a volver a presentarse), se alude a la financiación ilegal de los partidos políticos (cuando el alcalde agradece el “apoyo material” de los presentes), y se critican los modos de hacer política (el alcalde se queja de que la oposición es dura porque tienen tan pocos escrúpulos como ellos), etc. Una caricatura, sí, pero una crítica despiadada a la que hay que añadir otra, más fugaz pero que aparece varias veces, de la que también se ha hablado mucho una década más tarde: los excesos del urbanismo vinculados a la especulación.
También quiero señalar a Arderiu. Es un personaje secundario, aparentemente solo el marido calzonazos de Reinona, pero genial. Un hombre rico y tonto, muy rico y muy tonto, que se confunde cada vez que abre la boca pero que no puede dejar de hablar de forma impetuosa; un hombre que, con su verborrea y sus confusiones, pone de manifiesto una escala de valores donde prima el interés, el estar, el hacer, sobre el ser (a pesar de su paradójico final).
El resto de personajes están también muy logrado, en especial el chófer negro llamado Magnolio, e Ivet Pardalot, que se caracterizan por su aspecto y su forma de hablar. Más desdibujados están la otra Ivet y, en su breve aparición, Cándida, la hermana del protagonista, que sorprendentemente habla como él (aunque este contagiarse unos personajes a otros el modo de hablar sucede en otras ocasiones, pero nunca de forma tan llamativa). También en ellos hay una carga crítica. Los poderosos van a su aire, pisotean al resto sin pudor, como también lo hacen quienes aspiran a estar bien. Son los más bajos en la escala social, Magnolio, los propietarios del bar donde se le puede localizar, el protagonista y todos los viejos y pequeños comerciantes que apenas sobreviven a su alrededor, los únicos dispuestos a hacer favores al resto. Mención aparte merece Ivet, “la guapa de la película”, que parece una cosa y acaba confirmándolo, aunque... quien quiera saber más, que lea la novela. Por último, hay también "figurantes" que resultan graciosos, como el policía y el mozo de escuadra que por tres veces aparecen, o la enfermerota (no se le puede llamar de otra manera) al frente de la residencia de ancianos.
Hay en La aventura del tocador de señoras escenas y personajes que pueden ser interpretados como un guiño. Por ejemplo, la escena en casa del protagonista donde cada uno que llega cuenta su historia y acaba escondido donde buenamente puede cuando llega alguien más -y no paran de llegar- recuerda a muchas comedias de los años sesenta. También me ha llamado la atención la presencia del señor Mandanga: no sé si es una casualidad derivada de jugar con la fonética o un guiño a Tom Sharpe, que en Becas Flacas incluyó un personaje secundario, Madame Ma´Ndangas, ciertamente peculiar. Incluso la noticia del asesinato de Manuel Pardalot tiene reminiscencias jardelianas, por la forma en que el periódico lo anuncia.
Al igual que en El laberinto de las aceitunas, merece mención aparte la forma de hacer humor con los nombres. Muy “mortadelofilemoniana”, con permiso de Ibáñez. El abogado chanchullero es el “abogado señor Miscosillas”, la señorona bien posicionada en la sociedad y centro de atención de todos es Reinona; el cuñado, que es lo menos parecido a un líder aguerrido se llama Viriato; llamar Magnolio a un negro gigantesco también tiene su aquel, como llamar Purines a la vecina que se prostituye en plan dominatrix. Frente a todos estos personajes de vida o porte llamativo, el aparentemente más normal de todos, el guardia de seguridad, solo se llama Santi. Para indicar que respecto al resto de personajes no es más que un pobre pringadillo, a Mendoza le basta la simplicidad del nombre.
Hay alusiones a las novelas precedentes a través del recurso esporádico al nombre de Sugrañes, el director del manicomio, la presencia de Cándida o la forma en que el autor soluciona una buena papeleta trayendo a colación, de forma ingeniosísima y nada forzada al comisario Flores. La escatología pierde presencia respecto a otras ocasiones, lo que no es obstáculo para que el protagonista, que además se pasa la novela muerto de hambre, pueda ser visto y olido por todos.
Y junto a todo lo dicho encontramos gags cuando menos lo esperamos, figuras estrambóticas, situaciones absurdas, diálogos geniales, infinidad de situaciones graciosas y, una vez más, el vestuario del protagonista, que va desde el smoking plateado lleno de lamparones a la camisa de la Unió Esportiva Lleida, todo avanzando a la vez, de forma armónica, sin que nada desentone ni sobresalga, consiguiendo algo tan difícil como el equilibrio entre recursos tan diferentes que a su vez envuelven una intriga complicada y sumamente detallada. Volviendo al principio: una de las mejores novelas de humor que he leído. Y también una novela de intriga donde hasta el final no se sabe qué ocurrió, y donde cualquiera puede ser responsable de todo.
Y Mendoza, un lujo.







jueves, 14 de noviembre de 2013

El laberinto de las aceitunas – Eduardo Mendoza




             Antes de leer El enredo de la bolsa y la vida, me ha dado por releer las tres novelas anteriores del mismo personaje. Le ha llegado ahora el turno a El laberinto de las aceitunas. Si la primera vez me pareció la más floja de las tres que formaban entonces la serie, ahora he ratificado esa sensación. No quiero decir que no sea una novela entretenida, pero sí que no se le pueden adjudicar muchos más méritos.
            La novela comienza cuando el loco “detective” de El misterio de la cripta embrujada es secuestrado en el manicomio, por obra y gracia de la policía, y conducido a un hotel donde un estrafalario ministro le indica que debe hacer un pago en efectivo en Madrid, al día siguiente, y le da un maletín lleno de dinero y las instrucciones para el pago.
            Esto desencadena una espiral de acontecimientos luego enlazados con todo tipo de despropósitos, y que comienza cuando al protagonista le roban el dinero y termina, al final, en un ambiente “de nave espacial” y con una imagen que, me da pena decirlo, no es demasiado original: la de una interferencia en una retransmisión.
Lo que ocurre entre medio es la “trama”. Durante dos tercios la novela parece tener pies y cabeza, pero luego, de súbito, comienza a perder unos y otra, enlazando un disparate tras otro hasta conseguir que lo comenzado con una novela del tipo El misterio de la cripta embrujada, termine de forma de “más difícil todavía”.
            Y lo dicho en el párrafo anterior es clave para comprender por qué, a mi juicio, esta novela, en el plano humorístico, está muy por debajo de su predecesora y de su sucesora (la cual, a expensas de que ahora la relea, me pareció la mejor de las tres). Primero porque Mendoza, durante buena parte de la novela, hace que el humor ceda ante la trama, que pasa a ser lo principal (aunque el final, que no desvelo, no deja de ser una buena broma al respecto); y lo hace de forma extraordinariamente detallista, hasta el punto de que el lector no quiere perder ripio porque da la sensación de que cualquier detalle va a ser necesario para comprender el desenlace; tan en serio nos tomamos el argumento, tan intrincado y enrevesado es, que el protagonista se pega tanto a la acción que nos olvidamos de lo fundamental: que la gracia, si está en algún sitio, está en él, en cómo es, en sus vivencias y en cómo las expesa. Y él anda en esta ocasión menos ingenioso y más falto de chispa que en las otras dos novelas que he leído. Hay que admitir, sin embargo, que el interés que el humor no llega a arrastrar consigue hacerlo la “trama”. Entrecomillo el término aparte de por lo que he dicho sobre la broma final, porque a partir más o menos del segundo tercio de la obra la evolución del argumento cambia completamente, se hace más loca, más disparatada, la acción se hace más lenta aunque se pretende acelerar con capítulos cortos y, en algunos momentos, insustanciales; la trama se disuelve en ese punto, o al menos  comienza a difuminarse; pasamos de una novela “negra” paródica a una parodia de no sabemos muy bien qué;  y también cambia el humor; lo patético del protagonista y el contraste entre lo que es y lo que está haciendo, y entre lo que hace y cómo lo cuenta, deja paso a una sucesión de imágenes y aventuras insólitas que recuerdan al humor facilón del cine norteamericano, más vinculado a lo extravagante y a lo chocante que a lo mordaz, más vinculado a la imagen que a la idea, y que no están a la altura de otros trabajos de Mendoza; y, lo que es peor, que desvirtúan al personaje, desdibujado en esta novela respecto al que protagonizó El misterio de la cripta embrujada.
                Por fortuna, La aventura del tocador de señoras el personaje volvió a sus raíces. En El laberinto de las aceitunas, además de lo dicho, aparece menos amanerado en su hablar (o con un amaneramiento más discontinuo), y para colmo tienen algunos ramalazos de normalidad, cuando lo atractivo del personaje es, precisamente, la forma en que trata de encajar su anormalidad en la vida ordinaria. Así, por ejemplo, hace un correcto análisis de su vida (sin intentar tomar como normal lo anormal), en una ocasión manifiesta unas aspiraciones horrorosamente pequeño burguesas (dando a entender, por tanto, que es consciente de su extravagancia, cuando posiblemente hace más gracia lo contrario) e incluso, con la guapa de la historia, llega a hacer algo vetado a cualquier antihéroe.
                Por último, para terminar con el aspecto humorístico, varias puntualizaciones: Mendoza vuelve a recurrir con frecuencia a cierta escatología bastante directa que, si en la primera novela era acertada porque ayudaba a definir al personaje y su entorno, en esta, estando el protagonista más difuminado, pierde buena parte de su razón de ser y de su gracia, aislándose y, por tanto, acercándose demasiado al humor “simple”. En cambio, es de destacar la forma en que utiliza los nombres propios para hacer reír: el “ministro” se apellida Pisuerga, siendo un caballero que nadie puede negar que ha aprovechado que el Pisuerga pasa por Valladolid; “La” Emilia se hace llamar Suzanna Trash, nombre cuya sonoridad revela unas ínfulas solo equiparables a su ignorancia, habida cuenta de la traducción del apellido; el viejo sabio se llama Plutarquete, enlazando, por medio del diminutivo, al célebre historiador Plutarco con un personajillo más propio de un tebeo. También Mendoza vuelve a recurrir en esta novela, como en la anterior, a jugar con la facha del protagonista, a quien vemos vestido de camarero, con traje, sin camisa y con cuerda a modo de cinturón, en calzoncillos, desnudo bajo una gabardina como el exhibicionista tópico, e incluso, como diría don Quijote, “en pelota”. Otros recursos son la caterva del locos del manicomio, que facilitan las alusiones más esperpénticas y divertidas, y la aparición, como perfecto comodín, del comisario Flores, que en esta ocasión también aparece desdibujado; si en la primera novela era un policía de la vieja escuela que combinaba sus métodos con una buena dosis de pragmatismo, pereza y comodidad pero, dentro de sus limitaciones, era un policía más o menos normal, ahora no sabemos a qué carta quedarnos, pues demuestra una torpeza superlativa al principio, quizá en exceso caricaturesca, para, al final, retornar a su ser original. Mención aparte merece Cándida, la hermana del protagonista, una vieja y degradada prostituta. La sordidez en la que vive, combinada con el tono, tiene un efecto cómico innegable (¡hay que ver cómo transforma las cosas el humor!)
                  En resumen: personajes menos atractivos que en las otras dos novelas (pero todavía muy atractivos, que conste), y una trama que al principio absorbe toda la atención y, conforme pasan las páginas, quiere transformarse a sí misma en la fuente del humor.
                  Dicho lo cual, hay que volver a lo de siempre: pocos “peros” serios pueden ponerse a una obra que su propio autor dice que escribe para pasar el rato, como un “divertimento”. Engañar, Mendoza no engaña. Y divertir, divierte.










jueves, 24 de octubre de 2013

El misterio de la cripta embrujada - Eduardo Mendoza


 
Hace ya tiempo que leí El misterio de la cripta embrujada (publicada 1977), El laberinto de las aceitunas y La aventura del tocador de señoras. En el momento de escribir esto tengo pendiente El enredo de la bolsa y la vida. Son tres grandes novelas, sobre todo la primera y la tercera, cuyo contraste con La verdad sobre el caso Savolta o La ciudad de los prodigios ponen de manifiesto la variedad de registros de Eduardo Mendoza, quien siempre ha dicho que estas novelas del detective sin nombre no le han costado demasiado trabajo, viniendo a ser un “divertimento”. Claro que la calidad, cuando hay talento, no necesita demasiado trabajo, y aquí está la prueba.
El caso es que vuelto a leer ahora El misterio de la cripta embrujada porque me apetecía, porque echaba de menos a su protagonista, y porque en un blog literario donde el humor tiene un puesto relevante, esta novela no podía faltar.
Para la literatura de humor en España, el siglo XX ha sido una época excelente, con autores (por citar algunos con presencia en el blog) como Enrique Jardiel Poncela, Wenceslao Fernández Flórez, o Miguel Mihura , amén de otros, como Álvaro de Laiglesia, que, a otro nivel, fueron también muy buenos. La mayoría comparten gusto por un humor donde el absurdo juega un papel tan importante como los cambios sociales vinculados a la modernización técnica, al cambio de papel de la mujer y a la aparición de la clase media urbana; casi todos ellos, además, utilizan el lenguaje de forma muy graciosa, pero sobre todo como apoyo de una serie de ideas disparatadas que son las que, en sí mismas, hacen reír.
El misterio de la cripta embrujada, en cambio, y hasta donde mis lecturas alcanzan, supone un cambio en la forma de escribir humor.  Primero, porque la ironía, a veces incluso el sarcasmo, se convierte en el primer recurso humorístico, muy por encima del absurdo y los temperamentales personajes del pasado cuya gracia, muchas veces, consistía en una suerte de mala educación al hilo de sus prontos, una especie de atentado a la “educación burguesa” que por el mero hecho de darse ya resultaba divertido en una sociedad oficialmente biempensante y respetuosa con las formas. Y, segundo, porque el uso del lenguaje se convierte en una nueva fuente de humor simplemente por la forma en que se dicen cosas que, señaladas con otras expresiones, hubieran sido anodinas. De hecho, si El misterio de la cripta embrujada es lo que es, no es por lo que cuenta, situaciones cómicas incluidas, sino por cómo lo hace. Que el protagonista sea un tipejo de baja estofa y nula cultura y, sin embargo, se exprese de forma tan ampulosa convierte cada una de sus frases en motivo de sonrisa.
Cierto es, sin embargo, que esa forma de hablar se contagia a otros personajes, y si en esos momentos la falta de contraste resta comicidad, el efecto final no está claro, pues si lo estrafalario del personaje se difumina, lo hace en un mundo grotesco donde la educación, el amaneramiento y los eufemismos transforman la brutalidad en algo digerible a través de la crítica implícita.
El tercer motivo por el que El misterio de la cripta embrujada supone un cambio en la forma de escribir humor es por el modo en que combina numerosos recursos humorísticos. El humor negro, que en etapas precedentes en ocasiones lindaba con la crueldad, en Mendoza se dulcifica, dejando solo la parte cómica; aparece con fuerza en recurso a la escatología, pues si en la primera página el protagonista ya precisa una ducha, conforme avanzan las páginas el pobrecillo huele más y peor (y a todo). La reiteración ingeniosa (como la utilización del apellido Sugrañes), la forma en que se integra gag en el conjunto, el jugueteo con el tópico, la crítica a los excesos del poder político y social junto a alguna concesión al absurdo, son solo algunos ejemplos. Pero lo relevante, insisto, es la forma en que todo avanza junto.
Por último, la idea de hacer protagonizar la novela a un presunto loco tiene mucho de quijotesca, de retorno a las raíces del humor, porque aunque aquí el protagonista no está loco, o al menos no completamente (como tampoco don Quijote lo estaba del todo, pues razonaba a la perfección), pero el resto del mundo lo tiene por tal; y de la misma forma que don Quijote tenía una elevada opinión de sí mismo, el protagonista de esta novela, aun sabiéndose el último en la escala social (tan bajo está que ni su nombre es relevante), se eleva a la altura de los demás a través de su lenguaje, y aun por encima, a la vista de que es capaz de resolver el caso que se le encomienda. Incluso se permite situarse por encima del lector, si puede decirse así, porque todavía falta un tercio de la novela cuando comprobamos que el protagonista, en su mollera, ya ha resuelto el misterio anticipándose no ya al comisario Flores, sino, como digo, al propio lector que ha compartido unas andanzas que el comisario ignora. También eso genera un efecto cómico, porque el más tonto es en realidad el más listo. ¡Más listo incluso que el lector! En esto excede a don Quijote, aunque ambos, en el fondo, se creen más de lo que son, aunque no pierdan la humildad; y ambos, una y otra vez, se ven enfrentados a su triste realidad.
Si El misterio de la cripta embrujada fuera una novela más, podría decirse que tiene fallos. Pero habiendo cumplido, rebosante de salud, treinta y seis años en las librerías, ya cabe tratarlos como “curiosidades” (es lo que tiene la fama, cuando es justa). A lo apuntado sobre el “contagio” entre personajes, que en algún momento es virtud y en otros no, cabría unir el perfil algo deslavazado de Mercedes (aunque también su personalidad lo es), la forma, quizá demasiado artificiosa, en que se resuelven la trama y el modo en que en la última parte de la novela el humor pierde intensidad como si Eduardo Mendoza, en ese momento, hubiera prestado más atención a la trama que a la forma, cuando lo fundamental en este libro es la segunda, ya que sería igualmente meritorio con cualquier otro "planteamiento criminal". Qué causa traigan los fallos es irrelevante, a la vista del resultado, pero el propio autor señala en el prólogo algo que bien pudiera explicarlos: la novela la escribió muy rápido, sin ninguna aspiración, y más como improvisada liberación tras La verdad sobre el caso Savolta que como proyecto pensado y planificado.
¿Y cuál es el argumento? Una noche de 1971 una chica desapareció en un internado de Barcelona. Reapareció en su cama, en el mismo internado, al día siguiente. Sana e intacta. El comisario Flores “investigó” el caso, sin llegar a conclusión alguna. En 1977, momento en el que transcurre la acción, otra chica acaba de desaparecer en el mismo internado. Flores, por motivos “profesionales”, pues lo ha detenido alguna vez, conoce al innominado protagonista, que está recluido en el manicomio regentado por el doctor Sugrañes; le promete la libertad a cambio de ayuda en el caso. Pero el protagonista, antes de “investigar” (cosa que hace a su aire y no siguiendo indicación alguna) se pone en contacto con su hermana, una vieja y triste prostituta, y al hilo de este contacto familiar se ve envuelto en la muerte de un aspirante a cliente de la hermana. Los bajos fondos, representados por el protagonista, escarbando en las clases poderosas que llevan a sus hijas al internado. Por medio de un ingenio muy ligado a la picaresca el protagonista acumula  información; la suficiente, por supuesto, para desentrañar el caso, lo cual consigue disponiendo de antagonistas que van variando de capítulo en capítulo (todos breves), otorgando al diálogo un papel relevante.
Y termino con una anécdota personal: tanto me gustó esta novela, que en La terrible historia de los vibradores asesinos (que bebe de similares fuentes) me permití hacerle un guiño a través de un nombre.