En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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jueves, 29 de febrero de 2024

La playa de los ahogados – Domingo Villar

 


Dije en la reseña de Ojos de agua, la primera novela de Domingo Villar, también protagonizada por el inspector de la Policía Nacional Leo Caldas, que parecía una novela de prueba, de «a ver si puedo ser escritor», de «a ver si alguien me publica», y que usaba varios recursos e inspiraciones reconocibles y no especialmente originales. Dije también haber leído que La playa de los ahogados, segunda novela, había sido la confirmación de Villar como escritor, y ahora que la he leído no tengo ninguna duda: más allá del protagonista y su entorno personal y geográfico, nada tienen en común estas dos primeras obras. La playa de los ahogados está, literariamente, a un nivel muy superior, aunque no culminó la evolución de Domingo Villar, porque El último barco, que también he leído ya en el momento de escribir estas líneas y reseñaré pronto, es aún mejor que esta buenísima novela.

En una playa próxima a Vigo, la de Panxon, separada de otra playa similar al norte (la de otra pequeña localidad, Patos) por la estrecha franja de tierra que une la costa con el promontorio de Monteferro, aparece el cadáver de un pescador ahogado. La primera impresión apunta a un suicidio, pero… Pero hay algunas cosillas que aclarar, por si las moscas.

Así es como el inspector de policía Leo Caldas y su ayudante, el aragonés un tanto brutico Rafael Estévez, entran en un pormenorizado ir y venir en el que preguntando a unos y a otros intentan reconstruir los últimos pasos del muerto, sus relaciones y, sin pretenderlo (ellos, que no el autor) acaban alumbrando un magnífico retrato de esa zona de Galicia, de la dura profesión de pescador y de las otras a ella vinculadas.

A diferencia de lo que ocurre en Ojos de agua, el papel del efectismo y las casualidades queda muy al margen, y la novela toma el rumbo que se consolida en la tercera: investigaciones según el protocolo, minuciosas, detalladas hasta convertir al lector en la sombra de Caldas, de modo que personaje y lector conocen las cosas y sacan conclusiones al mismo tiempo. Nada que ver con los «héroes» novelescos tan dados a la intuición y a saltarse las normas. Pero que no suene aburrido: es todo lo contrario, porque junto a la información el lector comparte con los personajes la tensión por avanzar que se traduce en extenuantes jornadas de trabajo y en largas y satisfactorias horas de lectura.

      Me gusta que Domingo Villar no cuente cómo es su personaje, sino que deja que este se retrate. Por ejemplo, jamás se dice que no conduzca o no sepa conducir, o que se maree en coche, pero a lo largo de las novelas se hace tan evidente como cierto amor por la gastronomía local que tampoco se explica: se ve.  Agradezco mucho esta forma de escribir, que no toma por tonto al lector y que le facilita la inmersión en la novela, haciendo de él no un oyente del autor sino un testigo de la historia. 

¿Y qué más? Pues ocurre que, al husmear en la existencia del muerto, la investigación saca a relucir personas del pasado y, con ellas, algún «misterio» más que adopta la forma de obstáculo para la investigación o, dicho de otro modo, no siempre la policía encuentra a quien busca, y a veces al buscar una cosa acaba encontrando otras. A partir de aquí, la novela, de un modo firme pero tan sólido que el lector no se da cuenta, comienza a contar dos historias que en realidad son una, y que convergen en un final inteligente y al que solo le falta un pelín para estar totalmente bordado. El pelín lo suple, como en la primera novela, un recurso fácil: una confesión «emocional» que cualquier culpable real se hubiera ahorrado..

Una novela mucho más que buena, buenísima, alejada de la típica y tópica novela policial, donde el autor aprovecha un suceso no solo para crear una trama entretenida y enriquecedora, sino, sobre todo, para pintar un cuadro de una tierra, unos paisanos y unas profesiones en decadencia que forman parte de un mundo a punto de extinguirse. Merece la pena asomarse a estas páginas para admirarlo y conocerlo. Si a menudo se dice que la literatura es una forma de viajar, hacerlo con «viajes Domingo Villar» es una gran elección.




martes, 23 de enero de 2024

Ojos de agua – Domingo Villar

 


Tanto y tan ardientemente me ha recomendado las 712 páginas de «El último barco», tercera y última novela del prematuramente fallecido Domingo Villar (1971-2022), que para hacerlo bien he decidido comenzar por el principio y leer antes las dos primeras novelas de la saga, para conocer así los protagonistas: el inspector de policía gallego Leo Caldas y su ayudante, un aragonés bastante bestiajo llamado Rafael Estévez.

Pero antes de hablar de Ojos de agua quiero mencionar que, sin haber leído hasta ahora nada de Domingo Villar, había algo en él que me atraía, que me hacía creer que era «de los míos»: su nula prisa por publicar me hacía pensar (y por lo que he oído creo no equivocarme) que estaba más preocupado por escribir bien que por el éxito de ventas, de ahí que entre esta su primera y breve novela pasaran tres años hasta la segunda (mucho tiempo para la voracidad del mundo editorial) y nada menos que una década entre la segunda y la tercera, periodo que incluyó el aviso de publicación y la retirada del libro porque Villar, muy perfeccionista, no acababa de estar satisfecho con el resultado. Y yo, qué voy a contar, me rindo siempre ante la coquetería intelectual del mismo modo que me rebelo frente a los escritores que aprovechan cualquier éxito para bajar su propio listón y matarse a vender fast food.

He leído que la segunda novela, La playa de los ahogados, fue «la de la confirmación», y bien puede que sea así (lo sabré en cuanto termine de leerla, porque ya la he comenzado), porque esta primera, Ojos de agua, relativamente breve (187 páginas) más parece una novela de iniciación que una obra para recordar.

En Ojos de agua ocupa un especio relevante la presentación del protagonista, Leo Caldas, y su entorno: la familia, las ausencias, los lugares, su modo de vida, su temperamento… como si el autor tuviera conciencia (digo yo que la tendría) de estar comenzando una saga. Menos nítido aparece su ayudante, solo definido por su temperamento expeditivo y colérico.

Ojos de agua echa mano de muchos recursos del género negro en la modalidad «jarrón veneciano», que diría Julián Ibáñez. Por ejemplo, el fiambre que se ofrece al lector para abrir el apetito aparece en una isla frente a Vigo, Toralla, a la que solo se puede acceder por una carretera, que además está controlada por guardas de seguridad, lo que conduce a pensar en un número limitado de sospechosos, un poco a lo Agatha Christie. Otro recurso clásico, que no voy a explicitar para no reventar nada, es el manido «nada es como parece» o, dicho de otro modo, el lector es conducido con el anzuelo de la lógica, pero no según los designios del investigador, sino de… Bueno, ya lo verá quien lo lea. Y, por último, Villar echó mano en esta novela de otros topicazos del género: el crimen truculento que avisa de algo anormal, el asesinos que deja mensajitos como si el crimen fuera un juego, el jefe gruñón y malhumorado más preocupado de su silla que de su trabajo, los bares o restaurantes refugio que tantos y tantos detectives novelescos tienen (y que aquí, parece ser, son reflejo de lugares reales), cierta quijotesca dicotomía entre el poli bueno (Caldas) y el malo (Estévez), la aparición de ricos soberbios, poderosos e influyentes, los turbios secretos y secretillos personales y familiares… y, sobre todo, el recurso, bastante frecuente en las últimas décadas, a sacar a los protagonistas de los entornos urbanos tradicionales en las grandes ciudades para situarlos en lugares menos comunes, menos conocidos (la imaginaria Vigàta, el también imaginario Three Pines, Venecia, Trieste…) y por tanto con un plus de atractivo por lo desconocido del lugar y de la idiosincrasia de sus habitantes: Vigo y su entorno son lo bastante bonitos y peculiares como para asumir buena parte del protagonismo de la historia.

Mezclando todo eso Domingo Villar fue capaz de articular a los 35 años, y partiendo del asesinato de un saxofonista de jazz, una novela con personalidad propia, pero no avasalladora; bien narrada, bien construida, en la que conocer a la víctima sirve -no es muy imaginativo- para buscar al asesino, con personajes que se hacen querer.. Una buena obra que no es una gran obra probablemente porque carece de recursos originales y fue menos trabajada que las siguientes, o esa impresión tengo. Como si Ojos de agua hubiera sido para el autor una prueba. La de saber si era capaz de escribir novela negra. La respuesta fue afirmativa, y espero que causa de que en las novelas siguientes pusiera mejor empeño. El que le ha dado la fama. En él confío para leerlas. La segunda, ya le he empezado, y es muy diferente, para mejor.


lunes, 2 de junio de 2014

La muerte del Decano – Gonzalo Torrente Ballester



La muerte del Decano se publicó en 1992, cuando Torrente Ballester tenía ya 82 años. La acción se sitúa en algún lugar de Galicia, en algún momento no muy lejano a los años cuarenta o cincuenta del siglo XX, según se deduce de las referencias a la guerra y a la edad del Decano.

El Decano, experto y prestigioso historiador, comienza la novela haciendo una confidencia a un fraile amigo suyo: esa noche va a ser asesinado, pero él ha tomado una cautela: enviar a la Academia de la Historia un sobre cerrado que debe ser abierto dentro de veinte años; entonces pondrá de manifiesto un enorme plagio. Después queda para cenar con su ayudante, Enrique, un hombre cultísimo que adora intelectualmente al Decano, de quien es íntimo colaborador, y con quien está escribiendo a dúo un libro que el Decano se niega a firmar, aunque está dispuesto a hacer el prólogo. En la cena el Decano se pone las botas; luego acude al colegio donde vive, se toma una copita con Enrique y este se va a su casa, no sin que antes el Decano le dé una caja de bombones para su esposa. Poco después, el Decano aparece muerto.

Qué ha ocurrido, no es fácil saberlo. El Decano puede haberse suicidado, como piensan unos, o puede haber sido asesinado, como piensan otros entre los cuales se encuentra el comisario.

A través de los claros y elevados diálogos entre el comisario, el fraile, Francisca (la esposa de Enrique), el juez de instrucción, el fiscal y el abogado defensor, el lector intenta salir de la duda sobre qué es lo que ocurrió, para llegar a la conclusión de que la realidad que aceptamos depende, en última instancia, de la aceptación de una palabra o su contraria, aunque, objetivamente, ninguna de ellas merezca más confianza que la otra.

Durante toda la novela sobrevuelan varias sospechas, que son las que animan al lector a seguir leyendo: ¿Mató Enrique al Decano? Y si es así, ¿por rivalidad académica o por celos? ¿O se suicidó el Decano? Y si lo hizo, ¿fue por verse superado académicamente por un discípulo cuyo prestigio está dispuesto a destruir desde la tumba, o por despecho amoroso? Dos posibles “criminales” y para cada uno de ellos dos posibles causas. La solución, leyendo La muerte del Decano, que es una novela bien breve.

Esa brevedad es, junto con la claridad y nivel intelectual de los diálogos, lo mejor de una novela que no está entre lo mejor de Torrente Ballester –aunque sí sea mejor que la mayoría de best sellers, dicho sea de paso-. Entre lo malo, demasiadas reiteraciones de información ya sabida (claro que al fin y al cabo los personajes no dejan de rumiar una y otra vez sobre los mismos datos), y la falta de algo de chispa, debida probablemente al fatalismo y sangre fría con que todos los personajes asumen su destino. Lo que más se echa de menos, el peculiar humor de Torrente Ballester, del cual prescinde por completo en La muerte del Decano.