En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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lunes, 4 de marzo de 2024

El último barco – Domingo Villar

 


El último barco es una de las mejores novelas policíacas que he leído, y aún podría haber sido un poco mejor de haber tenido un final más acorde con el desarrollo de la obra y no algo peliculero. ¿Por qué es tan buena? Por lo minucioso de su desarrollo, lo que le da una enorme verosimilitud; por la forma en que desde la ignorancia se abre todo un abanico de hipótesis y sospechosos sobre los que el lector se va posicionando; por el modo en que, aupada en esa meticulosidad, aparece la información de un modo completamente natural aunque en realidad perfectamente planificado por el autor; por el papel protagonista de un entorno singular, como es del de Vigo y su ría; y porque del personaje principal, el inspector Leo Caldas, acabamos sabiendo todo sin que el autor deba contar nada: le basta con dejarlo hablar y actuar para que el lector acabe conociéndolo (y conviviendo con él, gracias al detallismo) con esa afortunada y poco frecuente naturalidad con que la vida pone en nuestro camino a los mejores y más discretos amigos. 

De mis palabras se deduce ya la elevada verosimilitud de la novela. Altísima, Y como, pese a algunos elementos claramente fuera de la realidad, la sensación de realismo es también intensa tanto en la trama como en los personajes, el efecto conjunto de realismo y verosimilitud es el que acabo de decir: integración completa del lector en la historia, hasta el punto de que la mirada del lector y del protagonista apenas se diferencian. No se sabe si el lector ve a través de los ojos de Leo Caldas, o Leo Caldas a través de los del lector.

En una reseña anterior de esta saga que la muerte de Domingo Villar ha dejado en trilogía, apunté que ya antes de haber leído a Villar lo consideraba «de los míos», en el sentido de que no había sido un escritor presto a pasar por caja tan pronto como el éxito y la popularidad se lo habían permitido, sino que había elegido ser esclavo de su perfeccionismo. De ahí el lapso de nueve años entre su segunda novela y la que ahora reseño y, también, el ir y venir del texto: el anuncio de su publicación, la cancelación del proyecto, y, tiempo después, su publicación definitiva. Todo sea por hacerlo mejor, siempre mejor. A la vista del resultado, es de agradecer tanto esfuerzo y queda claro que la literatura concebida como arte o reto intelectual tiene poco que ver con la literatura industrial o de entretenimiento. La evolución de Domingo Villar desde su primera y normalita novela hasta esta tercera es enorme, y se debe, sin duda, no al amor por conseguir lo máximo, sino por darlo.

En cuanto al argumento en sí, qué mérito tiene que en una novela negra o policíaca el lector sea vea arrastrado durante centenares de páginas sin saber, si quiera, si ha habido un crimen.

Porque lo que ha habido en esta novela no es un crimen, sino una desaparición que bien puede haber sido voluntaria, y en la que la policía, Caldas y su ayudante, debe meter la nariz porque el padre de la desaparecida tiene un gran ascendiente sobre el comisario. Y ahí tenemos al dúo un tanto quijotesco de Leo Caldas y el aragonés Estévez, sin que sepamos cuál de los dos es más quijote: si el ayudante irreflexivo que confía ingenuamente en la efectividad del palo, o el inspector poco dado a lo intuitivo y estrictamente fiel al procedimiento. 

Poco más voy a añadir sobre el argumento: Leo Caldas intenta reconstruir primero los pasos y luego la vida de la desaparecida, intentando hacer luz sobre su paradero, y todo ello ocurre en un entorno descrito de forma maravillosa, pero no inocente: cuando Villar menciona algo, es por algo. Y no voy a decir más.

          También llamativo, como en las dos anteriores novelas, es el papel de la geografía: desde Vigo se puede contemplar todo el escenario del que parte la historia, y desde cualquier punto de este escenario se puede contemplar el lugar donde supuestamente continuó y es investigada. Tiene algo de simbólico este mirarse frente a frente.

Pero lo mejor es, sin duda, el amor del autor por el detalle, porque el lector no se pierda ni un minuto de la vida del protagonista y del desarrollo del caso, ni una gestión, ni una actuación, ni un dato, logrando que las dudas y emociones del personaje y del lector corran parejas de un modo magistral. El lector se deja llevar por la acción, que transcurre a ritmo constante, pero con efectos acumulativos, y en ningún momento se ve interrumpido por las frecuentísimas admoniciones y filosofadas de andar por casa que pueblan otras novelas de este género, lo cual no impide que El último barco sea una novela profunda. Lo es gracias a que la exposición de los hechos exige un ejercicio intelectual para hilar cabos y hacer y refutar hipótesis; es decir, valorar conductas humanas; la profundidad así lograda es mucho mayor que en todas esas obrillas a las que he aludido, que lo fían todo a las monsergas sabihondas de sus personajes desencantados.

En resumen, una gran novela en todos los sentidos: hasta en longitud (y peso, ¡más de un kilo la edición de Siruela). Pero 707 páginas son pocas cuando se disfruta como yo lo he hecho.

Un penúltimo comentario que no me resisto a hacer: el modo en que te absorbe la lectura es tal que te olvidas por completo de la primera página. Cuando, al final del libro, vuelves a ella, te das cuenta del modo en que Domingo Villar ha estado jugando contigo: ¡desde la primera línea había dado una clara ventaja al lector sobre Leo Caldas y, sin embargo, el personaje ha ganado la partida!

La gran pena, es inevitable reconocerlo, es el vacío que deja la pronta e inesperada muerte de Domingo Villar. Lees esta novela y, de tan real como la has vivido, sientes asombro e incredulidad ante la idea de no volver a estar con Leo Caldas por Vigo y sus alrededores. La triste incredulidad que sufren los amigos y familiares cuando alguien muere joven e inesperadamente, como fue el caso de Domingo Villar, es también la incredulidad de quienes no lo conocimos, pero hemos llegado a vivir intensamente la historia de un personaje que, con su autor, ha muerto inesperadamente para el mundo literario. Así que aquí estoy, sumido en esa incredulidad y en el confuso vacío de la ausencia imprevista e irremediable de un personaje que ha resultado apasionante y de un autor al que he conocido y admirado después de su muerte hasta tal punto que la lamento sobre todo porque ya no tendré la ocasión de admirarlo aún más. Viendo su evolución, ¿hasta dónde hubiera sido capaz de crecer? Tras esta novela, Domingo Villar nos dejó huérfanos de admiración.


jueves, 29 de febrero de 2024

La playa de los ahogados – Domingo Villar

 


Dije en la reseña de Ojos de agua, la primera novela de Domingo Villar, también protagonizada por el inspector de la Policía Nacional Leo Caldas, que parecía una novela de prueba, de «a ver si puedo ser escritor», de «a ver si alguien me publica», y que usaba varios recursos e inspiraciones reconocibles y no especialmente originales. Dije también haber leído que La playa de los ahogados, segunda novela, había sido la confirmación de Villar como escritor, y ahora que la he leído no tengo ninguna duda: más allá del protagonista y su entorno personal y geográfico, nada tienen en común estas dos primeras obras. La playa de los ahogados está, literariamente, a un nivel muy superior, aunque no culminó la evolución de Domingo Villar, porque El último barco, que también he leído ya en el momento de escribir estas líneas y reseñaré pronto, es aún mejor que esta buenísima novela.

En una playa próxima a Vigo, la de Panxon, separada de otra playa similar al norte (la de otra pequeña localidad, Patos) por la estrecha franja de tierra que une la costa con el promontorio de Monteferro, aparece el cadáver de un pescador ahogado. La primera impresión apunta a un suicidio, pero… Pero hay algunas cosillas que aclarar, por si las moscas.

Así es como el inspector de policía Leo Caldas y su ayudante, el aragonés un tanto brutico Rafael Estévez, entran en un pormenorizado ir y venir en el que preguntando a unos y a otros intentan reconstruir los últimos pasos del muerto, sus relaciones y, sin pretenderlo (ellos, que no el autor) acaban alumbrando un magnífico retrato de esa zona de Galicia, de la dura profesión de pescador y de las otras a ella vinculadas.

A diferencia de lo que ocurre en Ojos de agua, el papel del efectismo y las casualidades queda muy al margen, y la novela toma el rumbo que se consolida en la tercera: investigaciones según el protocolo, minuciosas, detalladas hasta convertir al lector en la sombra de Caldas, de modo que personaje y lector conocen las cosas y sacan conclusiones al mismo tiempo. Nada que ver con los «héroes» novelescos tan dados a la intuición y a saltarse las normas. Pero que no suene aburrido: es todo lo contrario, porque junto a la información el lector comparte con los personajes la tensión por avanzar que se traduce en extenuantes jornadas de trabajo y en largas y satisfactorias horas de lectura.

      Me gusta que Domingo Villar no cuente cómo es su personaje, sino que deja que este se retrate. Por ejemplo, jamás se dice que no conduzca o no sepa conducir, o que se maree en coche, pero a lo largo de las novelas se hace tan evidente como cierto amor por la gastronomía local que tampoco se explica: se ve.  Agradezco mucho esta forma de escribir, que no toma por tonto al lector y que le facilita la inmersión en la novela, haciendo de él no un oyente del autor sino un testigo de la historia. 

¿Y qué más? Pues ocurre que, al husmear en la existencia del muerto, la investigación saca a relucir personas del pasado y, con ellas, algún «misterio» más que adopta la forma de obstáculo para la investigación o, dicho de otro modo, no siempre la policía encuentra a quien busca, y a veces al buscar una cosa acaba encontrando otras. A partir de aquí, la novela, de un modo firme pero tan sólido que el lector no se da cuenta, comienza a contar dos historias que en realidad son una, y que convergen en un final inteligente y al que solo le falta un pelín para estar totalmente bordado. El pelín lo suple, como en la primera novela, un recurso fácil: una confesión «emocional» que cualquier culpable real se hubiera ahorrado..

Una novela mucho más que buena, buenísima, alejada de la típica y tópica novela policial, donde el autor aprovecha un suceso no solo para crear una trama entretenida y enriquecedora, sino, sobre todo, para pintar un cuadro de una tierra, unos paisanos y unas profesiones en decadencia que forman parte de un mundo a punto de extinguirse. Merece la pena asomarse a estas páginas para admirarlo y conocerlo. Si a menudo se dice que la literatura es una forma de viajar, hacerlo con «viajes Domingo Villar» es una gran elección.




martes, 23 de enero de 2024

Ojos de agua – Domingo Villar

 


Tanto y tan ardientemente me ha recomendado las 712 páginas de «El último barco», tercera y última novela del prematuramente fallecido Domingo Villar (1971-2022), que para hacerlo bien he decidido comenzar por el principio y leer antes las dos primeras novelas de la saga, para conocer así los protagonistas: el inspector de policía gallego Leo Caldas y su ayudante, un aragonés bastante bestiajo llamado Rafael Estévez.

Pero antes de hablar de Ojos de agua quiero mencionar que, sin haber leído hasta ahora nada de Domingo Villar, había algo en él que me atraía, que me hacía creer que era «de los míos»: su nula prisa por publicar me hacía pensar (y por lo que he oído creo no equivocarme) que estaba más preocupado por escribir bien que por el éxito de ventas, de ahí que entre esta su primera y breve novela pasaran tres años hasta la segunda (mucho tiempo para la voracidad del mundo editorial) y nada menos que una década entre la segunda y la tercera, periodo que incluyó el aviso de publicación y la retirada del libro porque Villar, muy perfeccionista, no acababa de estar satisfecho con el resultado. Y yo, qué voy a contar, me rindo siempre ante la coquetería intelectual del mismo modo que me rebelo frente a los escritores que aprovechan cualquier éxito para bajar su propio listón y matarse a vender fast food.

He leído que la segunda novela, La playa de los ahogados, fue «la de la confirmación», y bien puede que sea así (lo sabré en cuanto termine de leerla, porque ya la he comenzado), porque esta primera, Ojos de agua, relativamente breve (187 páginas) más parece una novela de iniciación que una obra para recordar.

En Ojos de agua ocupa un especio relevante la presentación del protagonista, Leo Caldas, y su entorno: la familia, las ausencias, los lugares, su modo de vida, su temperamento… como si el autor tuviera conciencia (digo yo que la tendría) de estar comenzando una saga. Menos nítido aparece su ayudante, solo definido por su temperamento expeditivo y colérico.

Ojos de agua echa mano de muchos recursos del género negro en la modalidad «jarrón veneciano», que diría Julián Ibáñez. Por ejemplo, el fiambre que se ofrece al lector para abrir el apetito aparece en una isla frente a Vigo, Toralla, a la que solo se puede acceder por una carretera, que además está controlada por guardas de seguridad, lo que conduce a pensar en un número limitado de sospechosos, un poco a lo Agatha Christie. Otro recurso clásico, que no voy a explicitar para no reventar nada, es el manido «nada es como parece» o, dicho de otro modo, el lector es conducido con el anzuelo de la lógica, pero no según los designios del investigador, sino de… Bueno, ya lo verá quien lo lea. Y, por último, Villar echó mano en esta novela de otros topicazos del género: el crimen truculento que avisa de algo anormal, el asesinos que deja mensajitos como si el crimen fuera un juego, el jefe gruñón y malhumorado más preocupado de su silla que de su trabajo, los bares o restaurantes refugio que tantos y tantos detectives novelescos tienen (y que aquí, parece ser, son reflejo de lugares reales), cierta quijotesca dicotomía entre el poli bueno (Caldas) y el malo (Estévez), la aparición de ricos soberbios, poderosos e influyentes, los turbios secretos y secretillos personales y familiares… y, sobre todo, el recurso, bastante frecuente en las últimas décadas, a sacar a los protagonistas de los entornos urbanos tradicionales en las grandes ciudades para situarlos en lugares menos comunes, menos conocidos (la imaginaria Vigàta, el también imaginario Three Pines, Venecia, Trieste…) y por tanto con un plus de atractivo por lo desconocido del lugar y de la idiosincrasia de sus habitantes: Vigo y su entorno son lo bastante bonitos y peculiares como para asumir buena parte del protagonismo de la historia.

Mezclando todo eso Domingo Villar fue capaz de articular a los 35 años, y partiendo del asesinato de un saxofonista de jazz, una novela con personalidad propia, pero no avasalladora; bien narrada, bien construida, en la que conocer a la víctima sirve -no es muy imaginativo- para buscar al asesino, con personajes que se hacen querer.. Una buena obra que no es una gran obra probablemente porque carece de recursos originales y fue menos trabajada que las siguientes, o esa impresión tengo. Como si Ojos de agua hubiera sido para el autor una prueba. La de saber si era capaz de escribir novela negra. La respuesta fue afirmativa, y espero que causa de que en las novelas siguientes pusiera mejor empeño. El que le ha dado la fama. En él confío para leerlas. La segunda, ya le he empezado, y es muy diferente, para mejor.