Tanto y tan ardientemente me ha recomendado las 712 páginas de «El último barco», tercera y última novela del prematuramente fallecido Domingo Villar (1971-2022), que para hacerlo bien he decidido comenzar por el principio y leer antes las dos primeras novelas de la saga, para conocer así los protagonistas: el inspector de policía gallego Leo Caldas y su ayudante, un aragonés bastante bestiajo llamado Rafael Estévez.
Pero antes de hablar de Ojos de agua quiero mencionar que, sin haber leído hasta ahora nada de Domingo Villar, había algo en él que me atraía, que me hacía creer que era «de los míos»: su nula prisa por publicar me hacía pensar (y por lo que he oído creo no equivocarme) que estaba más preocupado por escribir bien que por el éxito de ventas, de ahí que entre esta su primera y breve novela pasaran tres años hasta la segunda (mucho tiempo para la voracidad del mundo editorial) y nada menos que una década entre la segunda y la tercera, periodo que incluyó el aviso de publicación y la retirada del libro porque Villar, muy perfeccionista, no acababa de estar satisfecho con el resultado. Y yo, qué voy a contar, me rindo siempre ante la coquetería intelectual del mismo modo que me rebelo frente a los escritores que aprovechan cualquier éxito para bajar su propio listón y matarse a vender fast food.
He leído que la segunda novela, La playa de los ahogados, fue «la de la confirmación», y bien puede que sea así (lo sabré en cuanto termine de leerla, porque ya la he comenzado), porque esta primera, Ojos de agua, relativamente breve (187 páginas) más parece una novela de iniciación que una obra para recordar.
En Ojos de agua ocupa un especio relevante la presentación del protagonista, Leo Caldas, y su entorno: la familia, las ausencias, los lugares, su modo de vida, su temperamento… como si el autor tuviera conciencia (digo yo que la tendría) de estar comenzando una saga. Menos nítido aparece su ayudante, solo definido por su temperamento expeditivo y colérico.
Ojos de agua echa mano de muchos recursos del género negro en la modalidad «jarrón veneciano», que diría Julián Ibáñez. Por ejemplo, el fiambre que se ofrece al lector para abrir el apetito aparece en una isla frente a Vigo, Toralla, a la que solo se puede acceder por una carretera, que además está controlada por guardas de seguridad, lo que conduce a pensar en un número limitado de sospechosos, un poco a lo Agatha Christie. Otro recurso clásico, que no voy a explicitar para no reventar nada, es el manido «nada es como parece» o, dicho de otro modo, el lector es conducido con el anzuelo de la lógica, pero no según los designios del investigador, sino de… Bueno, ya lo verá quien lo lea. Y, por último, Villar echó mano en esta novela de otros topicazos del género: el crimen truculento que avisa de algo anormal, el asesinos que deja mensajitos como si el crimen fuera un juego, el jefe gruñón y malhumorado más preocupado de su silla que de su trabajo, los bares o restaurantes refugio que tantos y tantos detectives novelescos tienen (y que aquí, parece ser, son reflejo de lugares reales), cierta quijotesca dicotomía entre el poli bueno (Caldas) y el malo (Estévez), la aparición de ricos soberbios, poderosos e influyentes, los turbios secretos y secretillos personales y familiares… y, sobre todo, el recurso, bastante frecuente en las últimas décadas, a sacar a los protagonistas de los entornos urbanos tradicionales en las grandes ciudades para situarlos en lugares menos comunes, menos conocidos (la imaginaria Vigàta, el también imaginario Three Pines, Venecia, Trieste…) y por tanto con un plus de atractivo por lo desconocido del lugar y de la idiosincrasia de sus habitantes: Vigo y su entorno son lo bastante bonitos y peculiares como para asumir buena parte del protagonismo de la historia.
Mezclando todo eso Domingo Villar fue capaz de articular a los 35 años, y partiendo del asesinato de un saxofonista de jazz, una novela con personalidad propia, pero no avasalladora; bien narrada, bien construida, en la que conocer a la víctima sirve -no es muy imaginativo- para buscar al asesino, con personajes que se hacen querer.. Una buena obra que no es una gran obra probablemente porque carece de recursos originales y fue menos trabajada que las siguientes, o esa impresión tengo. Como si Ojos de agua hubiera sido para el autor una prueba. La de saber si era capaz de escribir novela negra. La respuesta fue afirmativa, y espero que causa de que en las novelas siguientes pusiera mejor empeño. El que le ha dado la fama. En él confío para leerlas. La segunda, ya le he empezado, y es muy diferente, para mejor.
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