La paciencia de la araña (Serie Montalbano, 11)
Tras leer Un giro decisivo, no hay que esperar mucho tiempo para leer La paciencia de la araña, pues entre ambas apenas transcurren una veintena de días, señala Camilleri. Las tramas son independientes, pero no el estado del comisario, que acabó maltrecho en el “giro” y comienza “la paciencia” armándose de ella... a su manera.
Dicho esto, lo más importante es que La paciencia de la araña es una novela más uniforme y sólida que sus inmediatas predecesoras. Si en las anteriores las tramas se alternaban con la vida del comisario y sus circunstancias, como si Camilleri se hubiera dejado llevar por la tentación de rellenar una historia de intriga con cuestiones independientes e incluso festivas, aquí todo es uno, todo va en la misma dirección; el caso a esclarecer se adueña de la novela y, sin mengua del costumbrismo, la conduce hasta el final. El único peaje es que los secundarios vuelven a ser secundarios, y así Catarella, por ejemplo, deja caer sus estropicios al hilo de la acción en lugar de adoptar el papel de protagonista de algo parecido a una sucesión de gags.
La cosa comienza cuando desaparece una bella muchacha, cuya madre está moribunda y cuyo padre es un geólogo arruinado. Aunque pudiera pensarse en un caso de agresión con probable final fatal, lo cierto es que todo el mundo apunta, desde el comienzo, al secuestro. Es algo descabellado en apariencia, porque la familia ya no tiene dinero, aunque, como suele ocurrir en las novelas de Camilleri, el presente hunde sus raíces en un pasado profundo. Otra cosa también es frecuente en Camilleri, y también aquí la encontramos: que el delito no siempre está movido por la maldad, sino que en ocasiones busca una justicia que las leyes no son capaces de generar. Y hasta aquí puedo decir sin adelantar demasiado.
Alrededor de ese misterio se desarrolla una novela que Camilleri oxigena, para evitar reiteraciones, haciendo de Montalbano un policía convaleciente y, sobre todo, introduciendo a Livia (por excepción, está presente en toda la novela) con lo que Montalbano es lo más parecido a un señor casado que podamos imaginar. Y eso, para los seguidores, no deja de tener su encanto, porque Montalbano no puede renunciar a su esencia, que es hacer lo que le da la gana cuando le da la gana.
Otra de las consecuencias de la presencia de Livia es un cambio notable en el humor de la novela. Si en la anterior, por poner un ejemplo, había una apreciable deriva a la caricatura, en esta ocasión se corrige, y lo que a menudo hace sonreír es la mezcla de habilidad y cara dura con que el comisario consigue salirse con la suya, la forma en que logra seguir siendo él mismo eludiendo los enfados y malas caras de Livia, así como la forma en que, a través del narrador, el lector ve los pragmáticos y directos pensamientos del personaje.
Una última reflexión, cada vez más común en las novelas de este género que voy leyendo: me da la sensación de que los autores modernos de novela negra y similares, cada vez tienen más problemas para encajar la acción en el tiempo presente debido a la eficacia y mecanización de los métodos de investigación disponibles. Le pasa a Camilleri y le ocurre también a Márkaris, por ejemplo. Ambos prescinden de métodos ya tan presentes en el saber popular que sus historias pierden realismo, quedando transformadas en algo así como “aventuras policiacas” más aptas para pasar el rato que para quien busque emociones fuertes. No es que el realismo sea un valor en sí mismo, pero sí es un instrumento útil, como asimilable a “credibilidad”, en según qué géneros.
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