Julio
Llamazares es un escritor, no un vendedor de novelas. Es decir, no escribe para
vender, sino por el placer –o el dolor- de escribir. Lo que hace es literatura.
Y en Las lágrimas de San Lorenzo hay
literatura de la mejor, de la que hace al lector encontrarse consigo mismo y
preguntarse qué demonios hace aquí, o si ha encontrado respuesta a alguna de
las preguntas que todos, antes o después, nos hacemos.
El
protagonista es un hombre maduro, separado, que pasa la noche de San Lorenzo en
Ibiza en compañía de su hijo preadolescente, en medio del campo, en la
oscuridad, tratando de divisar las lágrimas. Cada una, dicen algunos, es una
vida que desaparece, igual que cada estrella en el firmamento, dicen otros, es la
luz que se enciende cuando muere un ser humano.
De esta
forma, entre lágrima y lágrima, el narrador va por una parte recordando su
pasado, condicionado por su propia experiencia y la de su familia: su “fuga” a
Ibiza al terminar los estudios; su deambular por medio mundo como lector en
diversas universidades en las que cada ciudad, cada clima, no le ha aportado gran
cosa por no saber, seguramente, qué andaba buscando; su azarosa vida
sentimental; la vida y vejez de sus padres, el fantasma del familiar que
desapareció en la Guerra Civil, la muerte de su hermano, y, sobre todo, la conciencia
del paso del tiempo. Porque esa es la clave de la novela. El tiempo. El tiempo
y lo que hace con nosotros, la forma en que aparecemos y desaparecemos sin
dejar rastro, fugazmente, como las lágrimas de San Lorenzo, hasta el punto de
llegar a preguntarse el narrador si el tiempo, eso tan difícil de definir, no
será Dios, si Dios no será el tiempo. Nada más. Y nada menos.
Pero al
hilo de esos recuerdos el narrador también dedica sus pensamientos a su hijo. A
lo que es, a lo que en ese momento sin duda sentirá, a lo que cree que será el
mundo, porque el tiempo en la juventud no es como el tiempo en la madurez.
Pasamos de considerarlo casi ilimitado a advertir, por sorpresa y con sudores
fríos, que casi todo lo hemos dejado atrás. Y así, enlazando lo que le inspira
su hijo con sus propios recuerdos, reflexionando sobre cómo ahorrarle a ese
chico el trago de sus propias reflexiones para que pueda disfrutar de la
inconsciencia antes de que la vida lo desengañe, proyectando los recuerdos sobre
la situación del niño, la novela va avanzando conforme avanza la noche, y el
interés de los personajes por las lágrimas de San Lorenzo va menguando,
terminando, como termina la noche; una noche donde lo efímero se adueña del
cielo para hacernos ver que no somos más duraderos ni dejamos más recuerdo que
una estrella fugaz, que una mota de polvo ardiente.
Una
novela para reflexionar sobre la vida. Difícil de escribir antes de alcanzar
cierta edad. Difícil de saborearla sin haberla alcanzado ya. Una obra para
pensar, para llegar a la conclusión de que no seremos capaces de alcanzar
conclusión alguna, para intentar disfrutar de la vida si es que somos capaces
de asumir la angustia de la muerte. O, mejor dicho, de la desaparición. Porque morir
es solo un paso más en el proceso de desaparición.
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