Son varias las personas que me han hablado muy bien de Fred Vargas, y reconozco que me gustó Fluye el Sena, como también reconozco
que esperaba otra cosa de Que se levanten
los muertos. No digo que sea un mal libro o que no sea entretenido, pero sí
que está mucho más cerca de la novela juvenil (por más que haya muertos de por
medio), que de la negra.
Hay
varios motivos. El primero, que los protagonistas son una caterva de locos muy
poco convincente: uno, un prehistoriador algo misántropo; otro, algo más normal,
experto en historia medieval; y, por último, un chiflado que solo piensa en la
Primera Guerra Mundial, y lo hace con el entusiasmo de un forofo. Cada uno de
ellos se horroriza de los gustos de los otros dos, como si en lugar de estudiosos
fueran fanáticos; los tres están en la treintena; los tres son inmaduros como
adolescentes; todos están casi con una mano delante y otra detrás, sin trabajo,
(“con el agua al cuello”, repiten sin cesar) y los tres se van a vivir al el
mismo caserón de un buen barrio parisino que alquilan por cuatro chavos a
cambio de hacer reformas por su cuenta (ese tipo de cosas que solo ocurren en
las novelas). Cada uno ocupa una planta, y, en el cuarto piso, se instala un
tío del medievalista, que resulta ser un policía corrupto retirado.
Con
este planteamiento, se diría que la Historia va a jugar un papel en la novela,
pero quien crea que los conocimientos de los personajes sirven para algo se
llevará una decepción. Las relaciones que llegan a establecerse entre Historia
y presente son irrelevantes, y de tan bajo nivel que lo mismo hubieran servido químicos
que historiadores: si uno se pone, cualquier idea “brillante” puede ser
inspirada por cualquier cosa.
El
segundo motivo es lo enrevesado de la trama, lo retorcidos que son “los malos”.
Demasiado para no resultar, más que irreal, fantasioso. Además, aunque el realismo
es un valor deseable en todo caso, aunque la realidad es un límite que el autor
solo debe respetar si le da la gana hacerlo, en esta obra la irrealidad no
sirve para que los personajes den lo mejor de sí mismos, ni para opinar o
enseñar o descubrir nada al lector; solo sirve para provocar su curiosidad por el
desenlace. En Que se levanten los
muertos la irrealidad de los hechos no es un apoyo sino un fin, una
secuencia de piruetas en plan “más difícil todavía” que entretiene mucho y
enriquece poco. En resumen, un muy buen libro para pasar el rato, pero nada
más.
¿Y cuál
es el argumento? Los tres mosqueteros citados y el policía corrupto, que ve
pasar los días rascándose las narices, tienen por vecina a una cantante de
ópera ya retirada. Y esta buena mujer descubre un día que alguien, vaya usted a
saber quién, ha ido por la noche y ha plantado un haya en su jardín. La extravagancia, sin embargo, tiene su aquel,
porque a ver quién es el guapo que no siente curiosidad; no es los gamberros suelan
elegir entre romper retrovisores y plantar hayas, ¿verdad? ¿Qué puede pretender quien
hace algo así? Hay, además, otra vecina, una señora guapetona que acaba de
entrar en los cuarenta y que regenta un restaurante cercano. Y todos viven
contentos y felices hasta que un buen día la cantante desaparece. A encontrarla
dedican el resto de personajes sus esfuerzos.
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