No todo han de ser libros ajenos. Permítaseme un minutillo de gloria: se cumplen ya dos años, justo ahora, de la presentación "en casa", de La terrible historia de los vibradores asesinos, publicada con Mira Editores. ¡Cómo pasa el tiempo!
Quien quiera leerla, ya sabe, que la pida en su librería.
Para conmemorar tan magno evento, aquí va un fragmento del primer capítulo:
Capítulo I
Donde cuento cómo y dónde entré en
conocimiento de la existencia de los vibradores asesinos, así como las razones
por las que me vi envuelto en esta terrible historia
Fui tan pánfilo de enterarme de la
existencia de los vibradores asesinos veinticuatro horas más tarde que el resto
del país, cuando nadie hablaba de otra cosa. El domingo 28 de enero fue noticia
de portada en toda la prensa; incluso la televisión le dedicó varios de sus
valiosos minutos; pero como siempre leo los periódicos al día siguiente, ignoré
tan delicado asunto hasta el lunes a la hora del desayuno, las once de la
mañana. El Pelos o la Chafy, no recuerdo quién, me había prestado alguno de los
ejemplares atrasados sobrantes en la gasolinera. No era amabilidad; me los
cedían gratis (con compromiso de devolución a hora fija y sin manchas de huevo
frito) a cambio de dispensarles idéntico trato con alguna que otra peliculita
de las que el resto de mis clientes pagaba religiosamente.
El titular me hizo opinar con la boca
llena. «Joder», fue mi dictamen. Una gota de yema se escurrió por las comisuras
de mis fauces y un concejal algo granuja quedó pringado por algo más que por un
problemilla de urbanismo; limpié la mancha con la manga a pesar de que ni el
Pelos ni la Chafy habían llegado a examinar nunca los periódicos de vuelta. La noticia
no podía ser más clara y concisa: «Una muerta en Barcelona por la explosión de
un vibrador». El subtitular añadía que la finada tenía cuarenta y ocho años y
era viuda de un ex (por razones obvias) ministro del Gobierno de la Nación
(España). La letra chiquitina añadía alguna información importantísima: el
aparato había reventado cuando su víctima se encontraba haciendo uso del mismo;
la policía estaba investigando el suceso.
No me equivoqué al pensar que al
menos un par de programas estarían ocupándose del tema en aquel mismo instante.
Busqué el mando a distancia de la tele por todo el mostrador; al encontrar solo
un plátano deduje que el artilugio estaba en el frigorífico, como así fue.
Apreté unos cuantos botones apuntando al televisor adquirido a un gitano en el
rastro, en cuya pantalla Jenna loved Rocco por milésima vez. Sintonicé
un programa al azar y salió un gordo dando una receta de codornices, así que volví
a darle al mando hasta encontrar lo que buscaba: una tertulia donde tras
comentar otro apasionante acontecimiento abordaron el que a mí me interesaba.
El locutor recordó la noticia con cara de huerfanito, dando paso a continuación
a una compañera desplazada hasta el cementerio de Collserola. Allí una
procesión de políticos y famosetes, cabizbajos y contritos, se negaron a hacer
declaraciones a la prensa; solo un actor de segunda se acercó a la cámara,
ojeroso, para decir afligido que al menos la difunta había muerto pasándoselo
bomba. El realizador dio paso acto seguido a otro intrépido reportero situado
en la esquina del paseo de Gracia con Mallorca, junto al domicilio de la
fenecida. El pipiolo informó de que nadie quedaba por allí por estar todos los
deudos en el funeral, y añadió a gritos que la policía, partiendo de los datos
de la tarjeta de crédito, había localizado el lugar de compra del criminal
artefacto: un sex shop de la Gran Vía cuyo nombre me sonó vagamente por
haberlo visto en algunos de los papeles arrugados que tenía en la parte
interior del mostrador. La pericia policial había conseguido desentrañar el
misterio en apenas dos días: la máquina asesina era un vibrador modelo Big
Julius importado de Taiwan. Meses atrás, por un error en el manejo de los
ingenios que cocinaban las mezclas, se había añadido a la masa de látex,
edulcorantes y detritus variados una elevada dosis de «tripiñueletano» (o algo
así), sustancia que explotaba al calentarse. La propia empresa había
descubierto el desaguisado durante el verano, merced al reventón en un escusado
de un empleado del departamento de control de calidad. El análisis del suceso había
desembocado en la siguiente conclusión: la temperatura alcanzada por el motor
estaba en el origen del petardazo y subsiguiente fosfatinamiento del
trabajador. Inmediatamente la compañía había tomado las medidas oportunas:
extremó las cautelas para evitar que los operarios distrajeran parte de la
producción y retiró del mercado diez mil Big Julius (alrededor de dos
kilómetros y medio de látex emponzoñado de «tripiñueletano», o algo así). El
accidente de Barcelona había puesto de manifiesto, no obstante, que el
departamento de logística de la empresa también precisaba una revisión urgente.
Así concluyó su alocución el sujeto, dando paso de nuevo al presentador del
plató, el cual afirmó que, pese a todos los pesares, no debía cundir el pánico.
El ministro de Sanidad y Consumo acababa de afirmar, en unas declaraciones
realizadas en la inauguración de unas jornadas sobre el jamón de Teruel, que el
asunto estaba zanjado: la totalidad de la partida con destino a España había
ido a parar al sex shop de la Gran Vía de Barcelona. Todo estaba bajo
control. Solo seis Big Julius habían llegado al público. Uno de ellos ya estaba
localizado, aunque desintegrado. El ministro recomendó a los cinco compradores vivos
que entregaran cuanto antes sus juguetes a las fuerzas y cuerpos de seguridad,
y aprovechó para recordar las recomendaciones que sobre el uso de estos
productos daban los expertos (a quienes no identificó): no usar tallas
desmesuradas ni calentarlos en el microondas.
No me quedé a la tertulia. Tenía que
devolver el periódico, aunque antes me limpié los zapatos con una hoja de
anuncios por palabras (ni el Pelos ni la Chafy la echaban nunca en falta). En
la gasolinera permanecí algo menos de un minuto; se había estropeado la
calefacción, y el frío antártico podría haberme estropeado a mí también, por ir
aún en pijama. Regresé correteando al negocio. Al entrar, el teléfono
inalámbrico sonaba no supe dónde. No estaba en su lugar habitual, ni tampoco lo
encontré extraviado en el frigorífico; pero oírse, se oía, o en la tienda o en
la trastienda. Desde la una parecía que sonaba en la otra, y viceversa. Cuando cesó
la tabarra pensé que la mejor forma de localizarlo sería reanudarla telefoneándome
a mí mismo con el móvil, mas este tampoco apareció; y como para localizarlo no
pude llamarlo con el inalámbrico porque no podía llamar a este con el móvil, no
lo encontré. No sé si me explico. Una nueva llamada vino en mi ayuda, esta vez
al móvil, que descubrí en el interior de un zapato.
—¿Dónde coño te metes? —me saludó una
voz varonil, como de estibador.
—¿Quién es? —pregunté
civilizadamente.
—¿No eres Ajonio?
—Ajonio Trepileto. El mismo. ¿En qué
puedo atenderle, caballero?
—¡No me jodas que no me conoces! ¿No
llevas veinticuatro horas tratando de localizarme, so ganso?
—¿Yo? —me extrañé justamente—. ¿Por
qué habría de buscarle a usted? Las últimas veinticuatro horas, desde que
llegué de Barcelona, he permanecido entregado a la meditación, a falta de
mejores distracciones.
—Cabrón, que soy Josefino.
—Ah… Caramba. No te había reconocido.
¿Qué se te ofrece?
—¿Tú estás en este país?
—Tan solo me separa de él una
alfombra deshilachada (si no es una toalla roñosa) y dos palmos de cemento —confirmé.
—¿No te has enterado de lo de la
muerta del vibrador?
—Hace un minuto. ¿La conocías?
—Fue clienta mía.
—Pobrecilla.
—Pobrecillo tú, majadero. ¡Fuiste tú
quien se llevó el sábado por la tarde los cinco vibradores que la policía aún
no ha localizado!
Tan espantosa noticia me obligó a
recurrir a todo mi arte oratoria para salir del paso gallardamente.
—Ejem —dije.
—Ejem, ¿qué?
—Ejem… Solo ejem... Ejem y… bueno…
¿Le has contado a la pasma que eres proveedor mío? —pregunté pragmático.
—Por eso te llamo. Perdona que no lo
haya hecho antes, pero es que me han estado jodiendo entre policías,
periodistas, curiosos, pervertidos y una representación de la Asociación de
Amas de Casa y Consumidores y Usuarios que ha querido lincharme.
—Ejem…
—Ah, sí… ¿Qué le he dicho a la pasma?
Nada, no jodas. Nada. Sé cómo estás y no he querido meterte en más líos. Me
debes una, Ajonio. Me debes una, ¿eh? O no. Me debes más. Me debes una y la
factura.
—¿Qué factura?
—Ya me entiendes. El pedido. Te
descuento diez euros por los Big Julius y vas que te matas. No te puedo rebajar
más porque yo los he tenido que pagar. ¿Comprendes? Si quieres un consejo,
cógelos y tíralos al vertedero, al río, o donde sea. Bueno, al río no; no sea
que peten, aparezcan diez mil carpas tripa arriba y te trinquen por delito
ecológico. Al vertedero. Tíralos al vertedero y a tomar por saco. Y sobre todo
dos cosas: no se te ocurra vender ni uno, ni aunque te lo suplique Marilyn Monroe;
ni tampoco ponerlos junto a la estufa. Ya sabes: explotan.
Simpático, Josefino. Lo conocí en mi
primera estancia en la Modelo. Él se alojaba allí por un trapicheo con jaco y
yo por un malentendido que no viene al caso. Ya por entonces su señora
regentaba el sex shop de la Gran Vía. Por eso, cuando el Pulgas me montó
el negocio recurrí a Josefino como proveedor de confianza. Me hacía precios
especiales porque, según él, no haciendo factura, no llevaban IVA ni había que
declarar los ingresos.
Sin embargo su simpatía no logró
hacerme olvidar el motivo que me habían impulsado a decir «ejem»: la ausencia
en mi negocio de tres de los cinco vibradores que el domingo por la mañana
había traído desde Barcelona. ¿Cómo no recordar su venta?
Sigo pensando que Ajonio me recuerda al extraterrestre de Sin noticias de Gurg xD
ResponderEliminarSaludos desde Nadie esta solo =)
Rarico sí que es, sí :-P
ResponderEliminarPon el enlace entero:
http://leyendosola.blogspot.com.es/
¿Raro? ¿Tu crees? xD
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