Las Olimpiadas de Atenas acaban de quedar atrás y, solo unos
meses después, la mayoría de las instalaciones son una ruina, el tráfico se ha
vuelto a colapsar y solo permanece el humor, más bien resignado, del comisario
Kostas Jaritos.
Lo único que ha cambiado a mejor es la suerte de su hija:
acaba de terminar su tesis y, para celebrarlo, se va de vacaciones con su
novio. Vacaciones inolvidables, porque apenas han salido, el barco es
secuestrado por un grupo terrorista.
Jaritos se lleva el soponcio correspondiente, y qué decir
de su esposa. Pero el comisario no puede hacer nada en ese asunto, excepto
estorbar, y acaba refugiándose en el trabajo, un trabajo que solo puede hacer
desconcentrado y con fallos. Un trabajo que en ese momento consiste en encontrar
al asesino de un modelo publicitario homosexual que ha aparecido, con un tiro
en la cabeza, precisamente en una de las instalaciones olímpicas degradadas.
La novela es entretenida, pero menos divertida que las
anteriores porque la sensación de pesadumbre producida por el secuestro resta
toda alegría durante una parte considerable del relato.
Lo mejor, como casi siempre, son las agudas percepciones
psicológicas del comisario, en especial con su superior, Guikas, y la
valoración de las motivaciones de los responsables políticos.
Lo peor, creo yo, es la desproporcionada reacción a las
demandas de los diferentes delincuentes que aparecen en la historia, así como
el facilón recurso al “amigo-oráculo” del comisario. Dan una sensación de irrealidad, sobre todo lo primero, que va en perjuicio de lo en serio que se puede tomar el lector las prisas e intereses de la policía, lo que resta intensidad.
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