Serie Mundodisco, 5
El octavo
hijo de un octavo hijo ha de ser, necesariamente, mago, como, ejem, todo el
mundo sabe. Pero cuando a ese mago en lugar de ser célibe como debe ser le da
por procrear, entonces nace un rechicero, el cual, como, ejem, también sabe
todo el mundo, es un peligro enorme, morrocotudo, tan grande que el Mundodisco entero
corre peligro, porque la rechicería y los rechiceros… Ya se sabe.
O más o
menos así es la cosa, como diría Terry Practchett.
Y así es
como en esta historia donde la magia sucumbe a la rechicería entre destellos
octarinos el lector se encuentra con viejos conocidos: la Muerte -con la que
nada puede y a la que nada interesa más que hacer su trabajo con una
despreocupación muy parecida al buen humor- y también a varios de los protagonistas
de las primeras novelas de la saga: Rincewind, el mago más inútil de todo el
disco, su equipaje con pies y el bibliotecario convertido en orangután. El
protagonismo es compartido con el rechicero –un niño influido por el báculo en
el que su padre ha escapado de la muerte- y hasta con un sombrero, porque como también
es sabido por todos, ejem, el sombrero de archicanciller es nada más y nada
menos que… que el sombrero del archicanciller.
Una
«típica historia de aventuras» donde los antihéroes –que además de Rincewind
son una hermosa bárbara que desea ser peluquera y un inútil que sigue un manual
para hacer gestas- intentan salvar al mundo, aunque sea un mundo tan extraño
como el Mundodisco. Lo que no es típico, y es el gran valor de las novelas de Pratchett,
es la exuberante imaginación y el agudo sentido del humor que partiendo del
absurdo se apoya en las debilidades humanas para acabar haciendo una crítica de buena parte de nuestros defectos.
Una
novela un poco confusa en algún punto, pero divertida, entretenida y, como las
anteriores, una novela donde el autor es capaz de explicar cosas inexistentes e
imposibles de modo que el lector no sabe lo que entiende, pero lo entiende, y todos
los fenómenos acaban teniendo una ilógica lógica interna a la que nada puede
oponerse. Un disparate tan autosuficiente que no queda sino aplaudir.
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