Sensaciones
contradictorias me ha producido esta novela de Ibon Martín. Por una parte me ha
enganchado, he disfrutado de su lectura y el final es más o menos inesperado
(solo más o menos); pero por otra hay omisiones que alejan tanto la historia de
la realidad que parecen un recurso burdo para sostener en pie la investigación
que sustenta el argumento, y además algunas de las cuestiones que aspiran a ser
de impacto las ve venir el lector cien páginas antes que los protagonistas, con
lo que a veces el «atractivo» no es la historia sino la verificación de hasta
qué punto es capaz de sostener el autor la inexcusable inopia de los
personajes; uno a eso el dato anecdótico, pero incómodo, de que el principal telón
de fondo y leitmotiv de los crímenes
y su investigación tiene bastantes parámetros en común con una novela poco
leída y publicada tres años antes: Lo que no sé si viví, aunque nada más
comparte con ella.
En cuanto
a los personajes, existe demasiada desproporción entre los protagonistas –que
aspiran a ser realistas-, y el malo malísimo, tan evidente resultado de
laboratorio que carece no ya de realismo, sino también de la mínima
verosimilitud. Añadamos otro defecto: el autor no disimula saber más que el
lector tanto cuando la historia se expresa en tercera persona como cuando lo
hace en primera, en boca del malo malísimo, lo que produce al lector la
desagradable sensación de que están jugando con él. Y es que, aunque el autor
siempre juega con el lector, la gracia está en que no se note; el truco no
puede ser la desfachatez de «no te lo digo porque no me da la gana y me lo
callo para que sigas leyendo».
Sin
embargo, como he dicho al principio, la novela me ha enganchado, sobre todo la
segunda mitad, cuando los hechos comienzan a acelerar. Luego explicaré por qué.
Ane
Cestero es una jovenzuela suboficial de la Ertzaintza de carrera meteórica y
con un pronto descontrolado. Le cae el premio de dirigir una unidad especial
para los crímenes de relevancia mediática –incluyendo, cosa bastante increíble,
las relaciones con la prensa-; es una «unidad Guadiana», pues solo existirá
cuando haya algún crimen de esas características. Y lo hay, claro: el
asesinato, retransmitido por Facebook, de una buena señora abandonada sobre las
vías del tren. Un «asesinato de autor», que el criminal firma con un peculiar tulipán.
La unidad
está formada por Ane, por un tipo eficiente y gris llamado Aitor y
complementada con personal de la comisaria donde ocurren los hechos: la de Guernica,
porque los hechos transcurren en la zona Urdaibai, un entorno natural
privilegiado al que se intenta dar protagonismo. Entre ese personal está Julia, de edad parecida a la de Ane y su
antigua pareja, Txema, un suboficial con ínfulas que rivaliza con Cestero,
porque ya se sabe que uno de los ingredientes de toda novela negra son las relaciones
laborales de los protagonistas con sus jefes y colegas. Unamos aún otro personaje, como el poli tatuador vacilón o el comisario que es a la vez
sospechoso de libro y tenemos el elenco completo. Y volviendo al tema geográfico, el autor no renuncia a uno de los rincones de moda del País Vasco, lanzado al estrellato creo que por Juego de Tronos: San Juan de Gaztelugatxe.
Como
típica «novela de asesinos en serie», los investigadores no dan una y la gracia
está en que el malo siga haciendo de las suyas para buscar elementos en común e
ir atando cabos (falta de originalidad tan poco sorprendente en este tipo de novelas que todo lector la perdonará). Sin embargo, como el lector no puede prescindir del mundo en
el que vive, a su cabeza vienen, con cada crimen, recursos básicos de investigación que a
diario están en los medios de comunicación e incluso muy detallados en novelas
como las de Lorenzo Silva; recursos de los que aquí se prescinde de un modo tan
flagrante que perjudica demasiado la verosimilitud. Se prescinde, por ejemplo,
de todo lo telemático; ni siquiera se preguntan los investigadores qué cuenta
de Facebook han retransmitido la escabechina, ni quién está detrás de ellas, ni
a través de qué dispositivos se han producido conexiones anteriores de esa
cuenta, ni se investiga el teléfono móvil de nadie, ni… ¡Viva la artesanía! El efecto negativo, porque por otra parte se está intentado apuntalar
la novela en elementos realistas propios de la idiosincrasia de la zona.
Atando
cabos, atando cabos (o sea, muerte a muerte), se llega a cierta «conventual
conclusión» que opera durante el resto de la novela como telón de fondo -al que
me he referido al final del primer párrafo- lo que tiene el atractivo para el
lector de sumar dos misterios en uno: quién anda apiolando al personal y qué
diablos pasó en un convento cuarenta años atrás.
La historia es también la de sus protagonistas: amores, desamores, familia y un tema de actualidad: la violencia de género. Además la investigación toca de cerca a varios de los investigadores o a su entorno, como ya he apuntado antes citando, por ejemplo, al comisario (y no descubro nada porque se dice desde el primer instante). De este modo el lector tiene tantos frentes abiertos, tantas curiosidades por satisfacer, que es normal que deseo de obtener respuestas tire de él y, a pesar de todos los fallos y fallitos que he señalado, acabe devorando la novela.
Literatura de entretenimiento que, aunque mejorable, cumple su función.
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