Una
«panza de burro» es lo que parecen las nubes que se acumulan detenidas por las
montañas. Bajo esa panza tinerfeña transcurre el verano de la protagonista de
esta magnífica obra de Andrea Abreu, una niña que vive en un empinado barrio
donde la prosperidad disminuye a medida que crece la altitud y la pendiente.
Panza de burro tiene puntos en común con El Jarama. Por ejemplo, el grueso sus páginas están dedicadas a inocentes andanzas iniciáticas, el tono es calmo, sin prisa, consciente de que el objetivo no es la meta sino el camino. Ha pretendido mostrar la vida más que contar una historia. Baste decir esto para comprender que Andrea Abreu ha sido ambiciosa: ha pretendido hacer literatura, y lo ha conseguido. Panza de burro está escrito con maestría y amor al lenguaje, porque a fin de cuentas cómo hablamos nos define. Los dejes y localismos se integran de tal manera en la acción a través de los personajes que la obra no sería la misma sin ellos, y tampoco sin los diminutivos con los que la innominada protagonista se sitúa discreta pero decididamente frente al mundo (o más bien, busca su huequecito en él). El lector ve a través de sus ojos, y lo que ve es, sobre todo, a su amiga Isora, la aparente líder del dúo, aunque de la lectura resulta obvio que para aprender más vale observar que dirigir. Isora se adentra en el mundo a través de la osadía y de un infantil «estar de vuelta de todo» sobre el que cimienta su atrevimiento; y tras ella, la protagonista y narradora, viendo, valorando, participando, acercándose o alejándose según juzga conveniente. Una es la líder, decía antes, pero en realidad las dos se necesitan. Su sueño compartido, pero tan difícil que poco hablan de él, es pasar algún día en la playa, lo cual produce una sensación cercana a la pena: ¿Cómo ellas dos, cuya existencia transcurre tan cerca del mar, viven en medio de tantas estrecheces que no pueden permitirse un remojón en la playa? ¿Tan injusta es la vida que dos niñas no pueden disfrutar de lo que tienen a poquísimos kilómetros mientras sí lo disfrutan, inconscientes de su suerte, miríadas de personas ociosas venidas de todas partes del mundo?
Pese a
lo que he dicho antes, la comparación con El Jarama solo surgió en mi cabeza a
raíz de lo más polémico de él (aquello por lo que Rafael Sánchez Ferlosio
renegó de su fantástica obra): lo inesperado y abrupto del final en las dos novelas.
Y en las dos cabe preguntarse hasta qué punto era necesario hacerlo así, pues
la reflexión, las emociones y las sensaciones que hasta ese momento ha
producido Panza de burro cambian tan radicalmente que te obliga a pensar: ¿Era
la novela era un camino para llegar a ese final o el final ha llegado más o
menos caído del panzaburresco cielo para terminar de algún modo? La respuesta
–cada lector tendrá la suya- condiciona de modo sustancial la sensación final y
la interpretación que cada cual realice.
A mi
juicio, lo interesante de Panza de burro es el camino. Las idas y venidas de
las dos niñas permiten retratar el barrio: sus familias, las relaciones entre
los familiares, las carencias de unos, los recursos de otros, los huertos, las
compras, las comidas, los horarios, las presencias, las ausencias, el modo en
que nos adaptamos a lo que tenemos, a lo que nos falta, a la compañía o a la
soledad, la forma en que recurrimos a las pequeñas cosas para elevarnos un
poquito. El gran mérito de Andrea Abreu es saber identificar y mostrar, con
naturalidad, todas las pequeñas acciones, los pequeños detalles, que a diario
utilizamos para sentirnos un poco mejor. Para buscar «un fisquito de sol» entre la panza de burro.
Porque
a fin de cuentas de eso se trata: de ir tirando, de ir buscando los apoyos
donde apuntalar la moral, que el camino es como el barrio donde vive la
protagonista: siempre cuesta arriba.
Leedlo.
Disfrutaréis. Pero aviso: se os contagiará lo del «fisquito».
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