Claudio
no quería ser emperador, pero no le quedó otro remedio. No quiso ser deificado
como sus antecesores, pero en vida lo fue por error –así, como suena- y
posteriormente su deseo no fue cumplido. Lo que cuenta esta novela es el camino
recorrido entre esas dos condiciones, la de emperador y la de dios.
La
historia comienza donde terminó Yo, Claudio. Esta novela es más detalla, porque
si Yo, Claudio abarca, aproximadamente, los primeros cincuenta años de la
existencia de Claudio, esta aborda, exclusivamente, los trece o catorce
siguientes, hasta su muerte, y además es una novela más larga.
Me alegro
de haber leído Claudio el dios y su esposa Mesalina justo después de haber
leído Yo, Claudio. Me he ahorrado un buen esfuerzo de memoria y he disfrutado
de una historia que, sumada a la primera, forman un conjunto que va más allá de
lo que alcanzan cada una por separado.
¿Qué se
narra? El «reinado» del emperador Claudio, que principió con un difícil asiento
en el poder dedicando años a recomponer los destrozos heredados para, al fin, como
gobernante «ilustrado», afianzar su labor en favor de la prosperidad del
imperio, y de Roma en particular, acometiendo reformas legales e importantes
obras. Lógicamente, si en la primera novela Claudio era un mero testigo y eran
otros los protagonistas, aquí él es el protagonista absoluto y, por tanto, no
solo cambia la perspectiva de la obra –de testimonio a confesión- sino que
Claudio, que es el narrador, es en consecuencia un narrador no imparcial. Sin
embargo, esto no significa que la novela y el personaje -de por sí con carácter
«científico»- carezcan de objetividad, lo cual refuerzan los añadidos finales,
obras de autores de la época incluidos por Robert Graves para explicar la
muerte de Claudio. Los tres textos refuerzan la verosimilitud de la novela,
porque el tono de Claudio se adapta a personalidad que de él se dibuja en ella y
en los escritos provocando una gran sensación de realismo, y es que el
Claudio-narrador se preocupa de dos cosas: de dar su versión de los hechos y
sus razones para actuar y, también, de explicar cómo cree él que lo ven los
demás.
Otra
gran diferencia con la primera novela es que, al asumir Claudio el
protagonismo, su personalidad es la mejor dibujada. Como personaje, es
apabullante. La personalidad del resto queda, en cambio, más difusa que en Yo,Claudio, donde los retratos eran abundantes y magníficos. Lo cual no obsta para que en esta
segunda novela haya algunos memorables, como el de Herodes Agripa.
La
estructura de la historia es también diferente, porque el cúmulo de intrigas en
catorce años no son las que puede haber en cincuenta, de modo que en Claudio el
dios y su esposa Mesalina hay cierto deambular por cuestiones más vinculadas al
compromiso de una persona consigo misma (como la invasión de lo que luego fue
Inglaterra) que a la lucha por el poder. Claudio cuenta sus acciones para
controlar y dirigir a aduladores y a potenciales enemigos, aprovechando la
situación y debilidades de cada uno. Otro tanto
ocurre con el pormenorizado relato de lo que sucede en oriente, de la mano de
las tribulaciones de un personaje como Herodes Agripa, a la vez alocado,
sensato, inteligente y amigo de sus amigos hasta donde puede serlo alguien que
se cree señalado por el destino para misiones trascendentales. En cualquier
caso, la historia es magnífica, y si en Yo, Claudio las relaciones de poder
dominaban la acción, aquí lo que domina el interés del lector es el
descubrimiento del verdadero Claudio, del hombre inteligente, decidido, profundo
conocedor de la historia y del alma humana, al que todos creían tonto, y la
vivencia de sus dudas, miedos, vacilaciones y modo de afrontar una vida a la
vez siempre plena de poder y pendiente del hilo de la traición.
El
título menciona a Mesalina, la muchacha de quince años casada con un tipo de
cincuenta, tullido y con fama de idiota que sin pretenderlo acaba siendo el
hombre más poderoso del mundo. Claudio está enamorado de ella, y su confianza en
Mesalina es ciega. Pero Mesalina tiene tres caras: la que ofrece a Claudio como
esposa abnegada y colaboradora en los asuntos de estado; la de una persona
intrigante que aspira a ejercer el poder según sus propios intereses y a
controlarlo para evitar su propia perdición a la muerte de Claudio; y, por
último, la de una mujer joven obsesionada por el sexo, al que se entrega con
pasión, imaginación y una osadía que se adentra profundamente en la temeridad.
Si su
nombre figura en el título no es porque la figura de Mesalina ocupe muchas
páginas. Conocemos su historia porque las referencias a ella son abundantes y
porque protagoniza algunos capítulos. Pero la razón por la que Mesalina
acompaña a Claudio en el título de la novela es porque hay dos Claudios. Uno,
el primero, el que confía en su esposa, el hombre que, pese al poder, sigue comprometido
con sus propias ideas y es honesto consigo mismo; y otro, el segundo, cuando ya
en edad avanzada, una vez pasado lo más complicado de su mandato y ya dejados
atrás los mejores años de éste, descubre la traición de Mesalina, se sabe el
hombre más engañado de toda Roma, comprende que hasta el gato se ha estado
riendo de él mientras él transformaba el imperio a base de trabajo honesto,
responsabilidad e ingenio y, en ese momento, se transforma en lo contrario emprendiendo el declive definitivo: un pasota capaz de regalar el
ejercicio efectivo del poder a condición de que lo dejen en paz, un tipo que se
ve a sí mismo tan ridículo que no duda en tomarse el poder a chirigota, hasta
el punto, incluso, de facilitar su propio fatal destino, como si tras la
traición y muerte de Mesalina la vida hubiera dejado de tener sentido para él.
Pobre Claudio, tenido por un idiota hasta tras haber demostrado que no lo era.
La
novela, al estar contada en primera persona por Claudio, obviamente termina
antes de su asesinato, pero Robert Graves fue capaz de incluir ese episodio, el
de la muerte, en un final brillante con tres textos de la época, alguno de
ellos traducido por él mismo. Los dos primeros trasladan al lector sendas
versiones, con no muchas diferencias, sobre cómo fue la muerte de Claudio. Que
el lector elija la que más le guste. El tercer y último texto es un panfleto de
Séneca –que durante ocho años había estado desterrado por orden de Claudio,
aunque luego le hizo preceptor de su hijo adoptivo, el futuro emperador Nerón-
ridiculizando a Claudio; todo un «hacer leña del árbol caído» -esta conducta de
Séneca no merece más que una frase hecha- que viene a demostrar que Claudio, a
fin de cuentas, era tan terrenal como él siempre se creyó y como siempre
defendió negándose repetidamente a que lo deificaran. Ridiculizando al dios,
Séneca, sin darse cuenta, rescató a la persona.
Robert Graves
la recreó y el resultado es maravilloso.
No creo que
nadie se arrepienta de leer por orden estas dos novelas: Yo, Claudio y Claudio
el dios y su esposa Mesalina.
¡Hola! No conocía esta novela, me alegro que hayas disfrutado de la lectura y por lo que cuentas tiene muy buena pinta, parece una novela fresca. Te sigo y te invito a pasarte por mi blog. Un saludo.
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