Gran final para una trilogía memorable, Los hijos del desastre, que engloba Nos vemos allá arriba, Los colores del incendio y El espejo de nuestras penas. Si la primera comienza con el fin de la Primera Guerra Mundial y la segunda transcurre en el periodo entre guerras, la última transcurre en los primeros días de la Segunda Guerra Mundial. Como en las dos primeras novelas, en esta el entorno histórico sirve de marco a la vida de unas cuantas personas afectándole de modo tan intenso que, de algún modo, vemos cómo se construye la historia ante nuestros ojos como quien ve la construcción de un muro no con la mirada del arquitecto o del constructor, sino desde la perspectiva de varios de los ladrillos.
Louise Belmont era una niña cuando los dos extraños excombatientes de la Gran Guerra se alojaron en una de las habitaciones de su casa (los dos excombatientes protagonistas de Nos vemos allá arriba). Ahora es una mujer de treinta años, profesora, que ayuda desinteresadamente en el restaurante de un buen hombre ya mayor donde todos los sábados acude a leer el periódico y a tomarse un postre, desde hace años, y siempre en la misma mesa, otro hombre mayor y silencioso que un buen día le hace una proposición indecente y sorprendente.
El resultado de la proposición es horroroso y traumático, pero buceando en sí misma para saber por qué ha hecho lo que ha hecho, Louise acaba indagando, qué remedio, en los motivos del extraño hombre, y de ahí Louise acaba, sin haberlo esperado, buceando en su pasado y en el de su propia familia. ¿Por qué? Porque la causalidad suele ser más importante que la casualidad, y casi nada de lo que pasa animado por la voluntad de alguien es fortuito.
Mientras tanto, los franceses esperan al enemigo (que se hace el remolón) en la Línea Maginot, donde cierto suboficial –un pobre diablo profesor de matemáticas con ninguna dote de mando y con muy pocas ganas tiene de estar allí- se deja dominar, cuando no someter, por un subordinado, un vivales capaz de hacer negocios en cualquier sitio: trilero, ladrón, estafador… Aunque, eso, sí, cuando quiere, y quiere a menudo, es un encanto; el suyo es perfil acabado de embaucador. La línea Maginot acaba como acaba, y estos dos personajes se ven convertidos, sin serlo ni pretenderlo, en desertores unidos por algo parecido a la solidaridad entre hombres que, sin dejar de ser cada uno lo que es, se sienten responsables de al menos de una misión y son capaces de reconocer y admirar a quien la acomete con honestidad.
Al tiempo que esto sucede, otro personaje que se hace querer por todo el mundo acaba también embaucando hasta al más pintado, pues con una osadía mucho más que notable es capaz de hacerse pasar –con éxito- por un avezado profesional en cualquier área, por insólita que sea. Este personaje, una especie de usurpador vocacional que jamás vive bajo su verdadera personalidad, es uno de los más ingeniosos y graciosos de la novela y, también, todo un símbolo por cómo de sencillo es engañar a todo el mundo en los momentos más difíciles: hasta a los embaucadores. Lo mejor de él es, sin duda, que no trata de perjudicar a nadie, más bien al contrario, lo que transforma sus metamorfosis en una especie de pequeños y deliciosos cuentos.
Con estos mimbres y alguno más, Lemaitre nos muestra cómo cuando todo está en juego la picaresca campa a sus anchas en todo el cuerpo social; desde lo más bajo a lo más alto la verdad cotiza poco y la mentira es el asidero donde todo el mundo trata de salvarse del naufragio. La única que persigue la verdad, Louise, es precisamente la más arrastrada por las aguas.
El monumental éxodo entre la población francesa que provoca el avance de las tropas nazis es el marco en el que transcurre buena parte de la novela. Tantas veces hemos visto imágenes de refugiados que no somos conscientes de lo que supone dejar todo atrás ni de las penalidades que un éxodo masivo comporta y provoca. Cuando todo el mundo huye en la misma dirección mientras todo se viene abajo, hasta el agua es un bien escaso. Y no hablemos de comida o combustible. Unos huyen, sin más, tratando de encontrar un destino; otros, como Louise y el dueño del restaurante, no han huido, sino que iban en búsqueda de alguien, pero la búsqueda de quien huye se transforma, a su pesar, en una huida. Otros, presidiarios, intentan una huida dentro de la huida. Del resto, casi todos andan perdidos y solo unos pocos, muy pocos, encuentran su sitio en todo este berenjenal ejerciendo de lo que no son… O siendo lo que no son.
E el éxodo nos topamos con un pequeño campamento en la zona del Loira. Lugar de encuentro y reencuentro de unos personajes con otros y de muchos consigo mismos. Un oasis que demuestra, en plena desbandada, que cuando peor están las cosas la colaboración tiene más recorrido que el mucho más practicado sálvese quien pueda.
Hecho este pequeño resumen, solo me queda señalar que esta novela comparte con las anteriores el estilo cariñoso, rápido y divertido, dentro de lo trágico, que tanto me recuerda al mejor Camilleri, aunque Lemaitre no lo cite en sus influencias. Por otra parte, creo que Lemaitre escribe mejor que el italiano, a costa de sacrificar algo de agilidad (no mucha). Capítulos no demasiado largos, diálogos siempre significativos, detalles esclarecedores… Y, por supuesto, mantiene su capacidad para hacer sencilla la exposición de situaciones complejas. Su modo de expresarse y el lenguaje sencillo, que no pobre, usado con maestría. Por eso es capaz de decir mucho con pocas y claras palabras. Una delicia para cualquier buen lector.
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