No soy
nada aficionado a la novela histórica. La mayoría de las pocas que he leído no
me han animado a repetir. Sin embargo, desde hace tiempo quería leer una de la que
siempre había oído hablar maravillas, Yo, Claudio. He tardado un número de años indecente en
encontrar el momento, pero cuando este año ha llegado, cómo lo he
disfrutado, hasta el punto de haber devorado a continuación Claudio el dios y
su esposa Mesalina.
Robert
Graves es deudor de su éxito, como lo demuestran, por una parte, los encendidos
elogios que siempre ha provocado esta obra y, por otra, la crítica de autores e
historiadores preocupados por las inexactitudes. En resumen, esas
cosillas que, creo, son inherentes a las estériles disputas sobre novela
histórica. Estériles porque si una novela renuncia al compromiso con la
ficción, deja de serlo.
Sea como
fuere, y sean las fuentes de Graves solo unas pocas –como le acusaron respecto
a esta obra- o tantas como el autor afirma en la segunda, novelar no exige
hallar la verdad sino la verosimilitud, por lo que no dejan de servir para el
propósito de un novelista: acercar al lector a una época, hace justo dos
milenos, en la que transcurre una historia inspirada en una realidad histórica
espectacular y también de un interés humano apabullante. Como el lector sabe,
además, que no hay éxito sin bandada de pejigueros, hará bien en despreocuparse
de si tal o si cual cosa fue exactamente así o un poco más asá, si Fulano dijo tal
cosa o tal otra y Mengano tal dijo tal en vez de cual; lo mejor que puede hacer el lector es disfrutar de lo
mollar, que no son los detalles sino la historia, y que, en este caso, es una
historia mucho más humana que institucional o política, aunque la grandeza del
marco histórico compite con lo meramente humano.
Y es que
Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico es un miembro de la familia imperial considerado
por todos tonto y medio idiota –o idiota entero- por ser cojo, con piernas muy
débiles, tartamudo y con tics nerviosos, problemas, algunos, que se le acentúan
con los nervios. El célebre dicho de que en esta vida, para triunfar, conviene
parecer tonto pero no serlo, se cumple en su caso, aunque su triunfo se limita
a que al considerarlo inofensivo lo dejan en paz; es decir, nadie se preocupa
de asesinarlo y puede entregar su vida a lo que pronto averigua que le gusta:
estudiar e escribir historia. La existencia de Claudio discurre entre el
«reinado» de Augusto -y su influyente, eficaz e intrigante esposa Livia-,
después el de su tío Tiberio y, finalmente, el de un loco de remate como
Calígula. Entre medio, además, por unos motivos u otros van quedando en el
camino (envenenados, acuchillados o «estimulados» a suicidarse) otros
aspirantes y supuestos aspirantes a emperador, algunos tan honestos y queridos
por Claudio como su hermano Germánico. En el recuerdo, el fin de la República a
manos de un Julio Cesar que acabó imponiendo una forma de gobierno que todos se
resisten a llamar
«monarquía» por sus connotaciones contra libertad (el término se asimila al de
«dictador» actual, que es distinto de la figura institucional del «dictador» romano). Esto,
que es historia, no es lo importante en la novela, sino solo el espectacular
marco donde se desenvuelven las intrigas en torno al poder de quienes quieren
mantenerlo y gestionarlo, solo mantenerlo o, simplemente, aspiran a él.
Intrigas, y esto es lo mejor, que dependen de las ambiciones, miedos y posición
de partida de cada cual. De resultas, Yo, Claudio es una novela sobre las
pasiones humanas y las relaciones de poder; ni unas ni otras han cambiado con
el paso de los milenios, como tampoco ha evolucionado, a pesar de los cambios
tecnológicos, el modo en que el ser humano vive y se relaciona.
Escrito
en primera persona, la acción va y viene en el tiempo anticipándonos muchas
cosas porque el Claudio que escribe (ya emperador) conoce lo que desconocía el
Claudio más joven sobre el que escribe. Así que no solo cuenta lo que pasó,
sino por qué pasó y quién fue el responsable de que sucediera, y también cómo más tarde se
enteró y ahora puede explicarlo, lo que refuerza la sensación de credibilidad.
El relato, complejo por la cantidad de personajes y sus intrincadas relaciones
familiares, se sigue con facilidad (aunque a menudo uno se pierda en qué
parentesco tiene quién con quién, tener este dato siempre presente tiene una
importancia relativa, pues el ansia de poder tiene mucho más peso que el afecto, y los personajes son más rivales o aliados que parientes, aunque es cierto que
el parentesco -y las afrentas- sirve a cada cual para sospechar la posición del
resto en torno al poder). Claudio, además, nos ofrece una visión crítica, un
tanto distante, cuando no despectiva, de quienes no saben hacer otra cosa que
pelear por el poder; una visión con un punto de cinismo e ironía que se parece
mucho al humor.
Los personajes, ya no le dicho, son numerosos. Una de las grandes virtudes de la novela es la contundencia y verosimilitud con que cada uno es caracterizado. Todos tienen su personalidad, su modo de ser, no son, como en tantos autores, variaciones sobre unos pocos perfiles, sino personajes cuya realidad se percibe de modo inevitable
Pero quizá lo más relevante, mucho más que los avatares históricos y lo que del ser humano conocemos en sus luchas por el poder, es cómo el lector va descubriendo poco a poco, en boca del Claudio el narrador, la indudable inteligencia de un protagonista –más testigo que partícipe en la acción- al que todos desprecian, alguien tan inteligente que desde el principio es capaz de pasar casi toda su vida viendo, analizando y callando, de modo que acaba sorteando con éxito todos los peligros; un hombre lo bastante inteligente como para desear sinceramente que se olviden de él para dedicarse a lo que en verdad le gusta: la lectura y la historia. Por cierto, qué atractivo resulta para lector que se dirija directamente a él y le haga tan pormenorizadas confidencias un emperador romano partícipe y protagonista del siglo más famoso de la historia de Roma.
Como la
historia es tan conocida, puede decirse cómo termina esta novela que comienza con
el nacimiento de Claudio: con su proclamación, muy su pesar, como emperador
tras el asesinato de su sobrino Calígula. Genial, verdaderamente genial, lo que
Robert Graves hace pasar por la cabeza de Claudio en el momento en que, contra su voluntad, se ve,
de improviso, aclamado como César por los soldados. Un gran y humano final que
remata la credibilidad del conjunto.
El lector
se ha encariñado con un personaje al que sabe de una inteligencia aguda.
Sabe también que, a pesar de que todos lo consideraban irremediablemente
idiota, ha llegado a emperador. Un imperio gigantesco está en sus manos. Y
ahora, ¿qué? El banquetazo de literatura ha sido épico, espectacular, pero a su
fin el lector siente haberse quedado con la miel en los labios. No puede prescindir
de Claudio. ¡Qué difícil es lograr algo así!
Ahí puede quedarse la lectura de esta impresionante novela, con la sensación apabullante de haber ido corriendo hasta el borde mismo del precipicio y haberse detenido de golpe en él. Pero para saber qué ocurrió después, cómo se
desenvolvió como emperador ese imbécil que el lector sabe inteligente, es
preciso leer Claudio el dios y su esposa Mesalina. Es lo que he hecho. No
recuerdo una sola novela histórica que me haya hecho leer otra del mismo autor.
Yo,
Claudio, es una novela mayúscula, inolvidable.
Me quedo con la inclinación feminista que atraviesa buena parte de las obras de Graves. A los grandes personajes femeninos en Yo, Claudio, Livia, Agripina, Mesalina, añadiría la tesis de su ensayo histórico Los Mitos Griegos, en la que nuestro autor plantea la posibilidad de una sociedad matriarcal en el preludio de las grandes civilizaciones de la antigüedad
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