Desde que
supe de este libro tuve varios motivos para leerlo. El primero, agradecer la
osadía de una autora joven de estrenarse con un género tan complicado como el
humor. El segundo, la atracción de un humor que se anunciaba como inteligente,
y lo es. Y el tercero, y aún más personal, las comparaciones con Eduardo
Mendoza e incluso, en boca de algún conocido, con mis propias novelas, lo cual
a su vez me producía dos incentivos: el primero, zambullirme en un género, el
de los fracasados calamitosos, que me encanta; y el segundo, más vinculado al
seguimiento de la novela que a su lectura, la curiosidad por ver cómo afectaba
la comparación a la marcha de la obra, porque comparar a alguien con autores de
las dimensiones de Mendoza suele tener un efecto contraproducente: el lector no
evita hacer la comparación y el comparado siempre sale perdiendo porque su estilo y su particular forma de hacer las cosas lo
alejan de la referencia por la que se le juzga. Alba Carballal, por ejemplo, y
a pesar de que hay guiños evidentes a Eduardo Mendoza incluso en los nombres de
los personajes, no recurre al absurdo ni a la
caricatura con la intensidad de Mendoza, ni integra el lenguaje en el humor de
la misma manera, por más que lo utilice muy bien; es, además, un lenguaje
cuidado y rico, aunque no tan exuberante como el de Mendoza. Por desgracia, la
comparación acaba haciéndose, aunque el listón de cada autor solo deba ser él
mismo. Digo por desgracia porque establecer comparaciones con celebridades tiene
el peligro, una vez pasado el efecto publicitario, de transformar a gente de
mérito en teloneros. Así que al leer esta novela olvidad toda comparación y
centraos, sin más, en ella. La disfrutaréis.
En Tres
maneras de inducir un coma el lector es a la vez confidente y cotilla.
Confidente, cuando el protagonista, Federico, se dirige a él en primera
persona; y cotilla, cuando lee los divertidos sermones marujescos que una
persona sin identificar le dirige a otra de las protagonistas: Natalia, antes
Eduardo, una transexual madura de físico espectacular que ha encomendado a
Federico una peculiar tarea: hacerse amigo de su padre, un millonetis famosete
apellidado Mendoza, para averiguar si pretende o no desheredarla.
El
resultado es una divertida mezcla que resulta inevitable atribuir –otra cosa es
acertar en la conjetura- a fuentes de inspiración bien conocidas, porque así
como el protagonista –un auténtico inútil con una elevada opinión de sí mismo-
recuerda a algunos de los personajes más divertidos de la literatura, ciertos
entornos lo hacen a las comedias españolas de las últimas décadas que reservan
a un papel ingenioso a la convivencia entre caricatura, tradición y transgresión.
Como
suele ocurrir en las novelas protagonizadas por fracasados, quienes
aparentemente se encuentran en la situación opuesta pronto demuestran no ser
tan distintos. El éxito y el fracaso no solo no hace más o menos
intrínsecamente cutre a nadie, sino a menudo el éxito da ocasión para exhibir
la propia necedad. Es lo ocurre en esta novela, en la que el famoso millonetis
solo se distingue de la plebe en la cantidad de dinero que maneja; lo mismo
sucede con Natalia, mucho menos selecta de como ella misma se presenta. El
contraste entre lo que la gente cree ser y la realidad que ve el lector da
mucho juego en la literatura de humor.
La novela
es buena, de calidad, aunque con dos partes a efectos de ritmo: las primeras
páginas, ágiles y llamativas, desembocan en un tránsito que se me ha hecho algo
largo (no sé si por culpa mía o del libro) con idas y venidas del protagonista que
no hacen surgir demasiadas preguntas en el lector, como el que pasea sin rumbo,
hasta el último tercio de la novela, o quizá un poquito más, donde el ritmo
vuelve a subir y a arrastrarte hasta un final interesante y divertido, aunque
no inesperado.
Una buena lectura.
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