Un diputado inglés vive en el quinto pinto, en la mansión que durante cientos de años ha pertenecido a la familia de su esposa, una familia de fabricantes de cerveza. La esposa, a su vez, es una mujer de armas tomar. El matrimonio apenas se soporta, y cada uno está haciendo planes para librarse del otro sin perder el patrimonio que representa la susodicha mansión. Es así como el diputador, Sir Giles, consigue que cierta autopista pase por la propiedad, lo que obliga a la expropiación, que es la forma que ha elegido para burlar ciertas disposiciones testamentarias y echarse al bolsillo el precio de Handyman Hall, que así se llama el lugar; claro que hay trayectos alternativos, y para que su mujer no le arruine el plan él debe jugar a querer una cosa y fingir desear otra. Su esposa, en cambio, lo tiene claro: por Handyman Hall no debe pasar más que el aire puro. En el proceso de ver quién se sale con la suya se ven envueltos el Lord que actúa como juez, el enviado del Ministerio de Medio ambiente (un tipo extraño pero a la vez lógico), todo el que pasa por allí y, por supuesto, Blott, un individuo de origen incierto que fue a parar allí en la Segunda Guerra Mundial (el libro es de mediados de los 70) y que allí sigue, como jardinero del matrimonio. Unamos a esto que Sir Giles le gusta el “sexo inglés” y que tiene en Londres una amante sumamente despistada, y tendremos todos los ingredientes para una nueva trama que se basa en la idea de ver quién se sale con la suya, para lo que cada uno recurre a las ideas más estrambóticas, que dan como resultado las trifulcas más tremendas.
El temible Blott está a la altura de otras novelas de Sharpe en lo que a enredo se refiere, aunque por debajo en tres aspectos: los recursos de que echan mano los protagonistas son más exagerados de lo habitual, lo que da un toque caricaturesco que mengua el realismo mínimo necesario; manteniendo un nivel humorístico elevado, faltan sin embargo las puntas de ingenio de otras ocasiones, y además los personajes, cada uno a su manera, consiguen ser lo bastante desagradables como para que el lector no tome partido por ninguno. Quizá el único que despierta ciertas simpatías sea el enviado del Ministerio, porque al hombre no le pasa nada bueno y acaba actuando movido por la desesperación, pero dado que su papel, siendo importante, no es central, no basta.
Lo mejor, como tantas otras veces, es la inmensa capacidad de Sharpe para liar las cosas. Merece la pena leer sus libros solo por ver cómo las situaciones se van enredando, cómo los equívocos y las decisiones se suceden provocando situaciones tan ingobernables como explosivas.
En esta ocasión, como ya he apuntado, algunas de esas ideas son demasiado traídas por los pelos (el zoológico, por ejemplo), aunque a cambio las referencias al sexo, que en otras ocasiones son gratuitas, en esta están plenamente justificadas e integradas en la trama: lo que Lady Maud hace con el enviado del Ministerio es preciso para justificar luego la conducta de este; y, sobre todo, las perversiones que tanto gustan a Sir Giles sirven de excusa primero para dar cuenta de la situación de su matrimonio y, más adelante, para que su esposa pueda reaccionar como lo hace.
De trasfondo, una situación política donde impera el tráfico de influencias y, en ocasiones, el cohecho. Lo malo, respecto a esto, es que lo que Sharpe presenta como resultado de la forma de ser de los políticos, es mucho más suave y tiene muchos más mecanismos de control en la propia novela de lo que luego hemos llegado a ver mucho más de cerca en la realidad. En resumen, que lo que en la novela pretende pasar como un escándalo camuflado en la hipocresía y en las apariencias, en lugares y momentos cercanos y en la realidad en lugar de en la ficción, campa a sus anchas sin apenas disimulo, así que uno no sabe qué tomarse con humor, si la novela o que la realidad haya dejado muy atrás los escándalos que Sharpe narra.
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