Cuando leí el título, tan del estilo
de El abuelo que saltó por la ventana y
se largó, temí lo que la lectura ha confirmado: que Jonas Jonasson, y/o su editorial, etc., han querido pasar por caja
aprovechando el éxito del abuelete. Y Jonasson
lo ha hecho sin romperse la cabeza: se ha limitado a imitarse a sí mismo, y lo
ha hecho con resultados muy discretos (por decirlo de algún modo) si tenemos en
cuenta que la anterior sí es una muy buena novela de humor. En cambio, La analfabeta que era un genio de los
números es solamente un producto de consumo.
El
abuelo usaba el estilo indirecto libre de forma muy divertida, habida
cuenta de la personalidad del protagonista. Me veo obligado a decirlo porque esa
es la voz –la del abuelo- que habla en La
analfabeta que era un genio de los números, pero como ahora ni hay abuelo saltarín
ni Nombeko, la protagonista, tiene nada que ver con él, el resultado es un
narrador que adopta un tono que, alejado de cualquier personalidad reconocible,
poco tiene que ver con el estilo indirecto libre, y la historia se transforma así poco menos que en un chiste, porque una cosa es que el protagonista
sea más o menos peculiar, y otra que lo sea un narrador ajeno historia. Es
decir, tratando de repetir el éxito del abuelo se ha adoptado su visión del
mundo sin que haya causa que lo justifique; el resultado también es obvio: algo falta, o alguien; lo que mengua la
diversión. Si el narrador no resulta creíble ni justificada su "locura", ¿qué queda?. No es que el realismo sea exigible, sino que andar con un pie en la
realidad y otro en el delirio es un equilibrio tan complicado y requiere tanta
habilidad que rara vez sale bien. Y aquí no ha salido. Cosas de las
prisas por cobrar, supongo.
Además, La analfabeta toma prestados los principales ingredientes del éxito
de El abuelo, pero cocinados de
forma precipitada, poco trabajados y sin la gracia de la novedad: introduce una
versión abreviada de acontecimientos históricos y hace participar a diversos
políticos, desde presidentes sudafricanos a presidentes chinos, pasando por la
realeza y los gobiernos suecos, amén del Mosad. Y, por supuesto, el narrador más que los personajes hacen suya la peculiar filosofía de la vida del abuelo.
¿Cuál es el argumento? Nombeko es
una niña negra que nace en la Sudáfrica de los años 60, en el apogeo del
Apartheid. Analfabeta, se gana la vida transportando excrementos, pero como es
muy pita pronto prospera. Por accidente acaba de “chica de la limpieza” de un
ingeniero blanco, perfecto borrachín, que está al frente del programa nuclear
sudafricano como, habida cuenta de su talento, saber y hacer, podría regentar una churrería
ruinosa. Paralelamente conocemos la vida obra y milagros de una saga de locos
suecos, donde de padres a hijos se va transmitiendo la pasión por la monarquía.
O mejor dicho, los sentimientos que genera la monarquía, porque si primero son
de adhesión inquebrantable, la adhesión se quebranta y se transforma en
furibundo republicanismo con la tonta ocasión que sabrá el lector. Esta familia
sueca está como unas maracas, lo cual hace que uno de los dos gemelos llamados
a tomar el testigo del padre zumbado ni siquiera exista legalmente. Los caminos
de los gemelos y de Nombeko acaban convergiendo a lo largo de los años (desde
los sesenta hasta la actualidad), en una “aventura” que tiene como único
aliciente saber qué demonios pasará con la bomba atómica de tres megatones que
circula por ahí como Pedro por su casa. Este asuntillo de la bomba tampoco es
demasiado original. Las historias (sobre todo en el cine) que desarrollan las
peripecias derivadas posesión más o menos forzada de algo peligroso, son
infinitas.
Lo cierto, sin embargo, es que el
tema de la bomba no da para mucho y enseguida resulta repetitivo. Así que Jonasson, llegado ese punto, cambia el
objetivo de la novela, que pasa a ser averiguar si la pobre Nombeko y los locos
suecos serán capaces alguna vez de llevar una vida normal y de satisfacer sus loables ambiciones intelectuales. Nada hace
presagiarlo a corto plazo, porque la excusa para que nada se resuelva (la conversación eternamente
pendiente con el primer ministro sueco) es tan inane como forzada, y desde el comienzo apunta a que el lector deberá tener paciencia. El desenlace
se hace esperar, pero cuando llega es demasiado largo y exagerado. Y el final del final, mejor no hablar: tiene tan poco
sentido como relación con la novela, y toma de nuevo algo prestado de la
comedia cinematográfica, con la diferencia de que no es lo mismo gastar al
espectador una broma de cinco segundos a costa de un secundario para dejarlo con buen humor, que hacer
leer al lector unas cuantas páginas sin ton ni son.
Por último, o se me ha hecho de
lectura pesada por que no ando muy fino, o el libro está desequilibrado: en la
primera mitad –que es lo que más pesado se me ha hecho- ni hay méritos
literarios que admirar ni una historia que interese, más allá de una sucesión
de anécdotas que no se sabe a dónde quieren llevar.
Conclusión: con lo bueno y divertido que es El abuelo que saltó por la ventana y se
largó, es una pena que Jonasson,
movido por las prisas que enseguida entran cuando hay un éxito comercial, no se
haya consolidado como un gran escritor de humor, y haya firmado esta amalgama
de cosas que quieren ser algo nuevo sin dejar de ser El abuelo, lo cual es imposible.
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