Mañana Yoram Kaniuk hubiera cumplido 84 años, y he aquí un
libro de los que dejan huella, aunque cuesta explicar el motivo. La tragedia empañada
de humor no deja indiferente, y es quizá una de las cosas que hacen el libro
difícil de asimilar, porque resulta complicado compatibilizar las dos
perspectivas a la vez.
Llama la
atención la absoluta renuncia a explicar las razones. Me explico: es claro por
qué están en “el centro” los pacientes; pero no el proceso que los ha llevado
allí; otros, con similares padecimientos, fueron capaces de vivir (o malvivir)
con ellos a cuestas sin irse de la cabeza. ¿Por qué estos sí? No se sabe ni
siquiera en el caso del protagonista. Consecuencia: el lector debe imaginar el
grado de sufrimiento que a él le haría volverse loco, y eso no deja
indiferente. Choca, en medio del drama, tanto la presentación de algunos de los
enfermos –muy pintorescos, extravagantes hasta mover a la sonrisa- como la
existencia de algunos personajes casi cómicos –las hermanas no sé cuántos- y
alguno difícilmente comprensibles por lo extraño –hablo de Gina, demasiado
perfecta para ser verdad: bonita, entregada, sin otra vida que la que se relata
cuando tiene toda a sus pies, una mujer idealizada.
Cómo se
llevan entre sí y cómo se relacionan los “perros” es analizado intensamente,
pero por una vía indirecta: exponiendo hechos. Es algo meritorio y sin duda lo
mejor del libro: ¿qué queda del ser humano, cómo se comunica, cuando sus formas
de expresión normales han sido aniquiladas? ¿Cómo se expresan entonces los
sentimientos más básicos?
La lectura
tiene su aquel: combina pasajes muy llevaderos y entretenidos con otros de una
verborrea magistral, pero difíciles de seguir por las alusiones e
interpretaciones a las que el lector debe saber dar sentido.
Yoram Kaniuk. 1930-2013 |
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