Que una novela como El Gatopardo sea la única de su autor no deja indiferente a nadie que se acerque a ella. Y más si uno lee el breve prólogo de Giorgio Bassani, donde se nos cuenta que el autor, ajeno al mundo literario, acudió a una reunión sobre la materia acompañando a su primo, el poeta Lucio Piccolo. Y tan influenciado volvió de ella Giuseppe Tomasi, príncipe di Lampedusa, que comenzó a escribir. ¿El qué? Lo que, según su esposa, llevaba 25 años planificando: una novela histórica. A ella se aplicó entre 1955 y 1956. Luego, enseguida, murió, pero dejó para la historia una novela extraordinaria. Una obra sobre la decadencia de una larga época, sobre los albores de otra, y sobre los miedos y ambiciones el ser humano, los cuales, jugando con la idea más célebre de la novela, no cambian nunca aunque cambie todo.
En un tono doliente pero no ajeno al humor, a lo largo de un puñado de capítulos primero separados por meses y al final por décadas se nos cuenta la historia de don Frabizio, príncipe de Salina, casa de la nobleza siciliana representada por un gatopardo. Una casa –inspirada en la propia familia del autor- que poco a poco ha ido a menos y de la que, aunque sigue siendo poderosa, el príncipe atisba ya el final. Entre medio, la unificación de Italia con sus rivalidades territoriales, Garibaldi, las disputas por el poder y el ascenso económico y político de la burguesía.
El príncipe, un hombre culto aficionado a las matemáticas y a la astronomía, que comparte sus días con el resignado padre Pirrone, tiene hijos e hijas, aunque su preferido es su sobrino Tancredi, un muchacho arruinado por su fallecido padre que solo tiene tres cosas a su favor: ambición, encanto y un título nobiliario. Es precisamente el irresistible Tancredi quien pronto expresa la idea más célebre de esta novela, parte de la literatura del siglo XX; en un diálogo en el que, dirigiéndose a su tío en relación a los sucesos que habían de desembocar en la marcha de los borbones del Reino de las Dos Sicilias, dice: “Si allí no estamos también nosotros –añadió-, ésos te endilgan la república. Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?”
De esta forma justifica Tancredi su apoyo a los cambios políticos; es decir: si uno quiere mantener sus privilegios, debe adaptarse para estar siempre en el bando ganador.
Y eso es El Gatopardo: la historia de los que cambian para que nada cambie y la de quienes por no cambiar acaban viendo cómo a su pesar cambia su vida. Los primeros, ambiciosos; los segundos, acomodados, resignados, impotentes o engañados.
Tancredi, como es sabido, sale victorioso y de alguna manera facilita que el príncipe nade y guarde la ropa. Pero Tancredi sigue siendo tan pobre como antes, y la única manera de evitarlo es contrayendo matrimonio con Angélica, una muchacha muy guapa y muy interesada, hija del alcalde de Donnafugata, donde la familia Salina tiene su magnífica residencia de veraneo: un palacio descomunal. El alcalde es un hombre rústico e inculto que solo piensa en términos monetarios -todo lo contrario que el príncipe-, y que ve en el enlace el modo de prosperar socialmente. Lo que los más tradicionales ven como un grave error, casi como una afrenta al prestigio y la memoria de los Salina (y no andan desencaminados porque ese matrimonio es consecuencia y causa de su decadencia), el príncipe acaba por verlo como un mal menor que permitirá, merced a la dote de la muchacha, el resurgir que los Falconeri (tal es el apellido de Tancredi).
Pero la novela no se conforma con mostrar el ocaso de una saga, cómo otros vienen a ocupar su lugar y cómo algunos que cambian para que nada cambie siempre están ahí, sino que también tiene un importante componente psicológico y emocional. Al príncipe lo conocemos cuando tiene cuarenta y tantos años y está ya de retirada del mundo, centrándose en sus aficiones y eludiendo los problemas, consciente de que poco puede hacer por cambiar el destino de su familia y confiando en que su querido Tancredi de algún modo rehará su suerte; y sí, Tancredi lo hace, pero “cambiando para que nada cambie”. Es decir, adaptándose a los nuevos tiempos, ocupando las nuevas estructuras de poder, aliándose con quienes hasta hace poco eran sus vasallos o incluso sus enemigos. Pero también vemos al príncipe unos años más tarde, cuando los acontecimientos se han precipitado, e incluso llegamos a despedirnos de él cuanto tiene ya más de setenta años y compartimos la impotencia de la vida que se escapa, de todo lo que se soñó y no se hizo, del tiempo perdido, de la inconsciencia que lleva a no apreciar la vida cuando se puede disfrutar de ella, de la misma forma que compartimos su tristeza cuando, sin fuerzas ya para moverse, cuando sabe que apenas le queda tiempo, imagina convertidos en cacharros polvorientos los telescopios con los que tanto disfrutó.
Giuseppe Tomasi di Lampedusa |
Y con esto llego a una última idea: la novela tiene dos partes muy diferenciadas: los seis primeros capítulos narran las vicisitudes que podríamos llamar históricas, políticas y sociales del príncipe y su familia, en las que hay quien cambia para que nada cambie (Tancredi) y otros (el príncipe y su familia) languidecen por no ser capaces de cambiar. Son capítulos escritos con rigor, sin que sobre ni falte casi nada, en un tono muy directo, con acción y numerosas concesiones a un finísimo y contagioso humor que tiene algo de desesperanza, y que unas veces se encarna en la actitud del príncipe (que se defiende de su fatalismo tomándoselo con cierta filosofía) y otras en personajes secundarios. Es una literatura de altísimo nivel. Pero los dos últimos capítulos son otra cosa, y se superan. Son capítulos de una extrema dureza por la forma en que se afronta la desazón que produce la vejez y la muerte, aunque, de alguna manera, no exentos de dulzura porque Giuseppe Tomasi di Lampedusa no hace leña del árbol caído, sino que nos pone a su lado o, casi, dentro de él.
Una obra maestra de las que perduran para siempre, que deja un duradero poso de melancolía.
Termino con una nota anecdótica, Einaudi y Mondadori, las dos potentes editoriales italianas, rechazaron el texto del ya fallecido entonces Lampedusa. La historia le debe el mérito de la publicación al novelista Giorgio Bassani, que acometió la publicación en Feltrinelli en 1958.
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