Publicada en 1968 con prólogo de Antonio Mingote, Se busca rey en buen estado es un conjunto de relatos -el primero de los cuales da título a la obra- con algo en común: sus finales son tan inesperados como vacíos, posiblemente porque el meollo de la cuestión es el cómo, el hacer reír o al menos sonreír, a medida que se va leyendo, y estas páginas de Álvaro de Laiglesia están a un nivel elevado en ese aspecto, pese a que innova poco y se limita a desarrollar su estilo entre lo grotesco, el absurdo y asalto a la solemnidad. Un libro divertido, pero de trámite y que se nota poco trabajado, como quien aprovecha lo que tiene a mano para publicar algo.
El primero de los relatos, Se busca rey en buen estado, tiene por protagonista a un ministro y al embajador de la República del Guirigay, que se dirigen en búsqueda de un rey en el exilio, el de Capronia, con el fin de ofrecerle el trono del Guirigay, país tan rico y donde todo funciona tan bien, también donde hay tanta abundancia, que da igual cómo se gobierne. Por eso, el único aliciente que encuentran ya sus ciudadanos es el de instaurar una monarquía que organice fiestas y conceda títulos nobiliarios. Boris, el elegido, es heredero en el exilio del trono de Capronia, país pobrísimo que vive de unas singulares cabras, y aunque el estado físico y mental del monarca en el exilio es bueno, el de sus finanzas deja mucho que desear. El relato se dedica a ponderar argumentos y ventajas e inconvenientes de la propuesta alternando hipérbole y absurdo.
En el segundo relato La dolce muerte, la muerte –que es una chica que ni fu ni fa- atiende en un mostrador, auxiliada por dos oficinistas, a quienes van llegando al más allá, verificando su inscripción en el registro de finados así como las causas del óbito. Al margen de las situaciones concretas, todas graciosas, una de las principales fuentes de humor es trivializar lo solemne, y pocas cosas lo son tanto como la muerte.
En el tercero, Un turista excepcional, una familia de palurdos que quieren casar a la niña con el jornalero a su servicio –contra la voluntad de la niña, que ha adquirido cultura mirando y leyendo revistas del corazón-, se encuentran con que en medio de una mayúscula nevada aparece en su casa un turista perdido y medio congelado, cuyo coche se ha quedado atrapado. El turista se queda allí hasta que escampa, lo cual cuesta bastante. Claro que el hombre es en realidad un marciano que no deja de sorprenderse con lo atrasadísimo de nuestra civilización. Atraso al que, no obstante, acaba encontrando su encanto.
El cuarto relato se titula Peces en la carretera, porque dos ligones madrileños se lanzan a la carretera a la pesca de la autoestopista nórdica, rubia y atractiva. Deudor de esa época donde el españolito inmerso en la censura y la moral tradicional se asombraba ante los bikinis de las primeras turistas, es posiblemente el relato más flojo del libro.
La procesión va por dentro es el título del relato en el que un vasco se ha trasladado con toda su familia a Andalucía. Allí, la esposa teme que su marido se haya dado a la mala vida, cuando en realidad el hombre, que carece por completo de cualquier sentido musical, está acudiendo a clases para cantar una saeta en la procesión de Semana Santa, en cumplimiento de la promesa hecha si obtenía el traslado. Un relato entretenido, a cuenta de la idiosincrasia estereotipada de cada región.
Logroño mon amour es el penúltimo relato y, de algún modo, recuerda a algunas comedias inocentonas de la época. En la costa, un hombre de mediana edad ha ligado con una francesa de buen ver. Ella es artista. Él es un fotógrafo de Logroño con mujer y tres hijos, pero a la francesa le ha contado la trola de que está soltero y es también artista. En concreto, pintor. Claro que llegado el momento de “unir sus vidas” el protagonista debe decidir si mandar al diablo a la familia o a la francesa, y opta, pronto lo sabemos, por volver a los orígenes librándose de su nuevo amor mediante una despedida a la francesa. Claro que la francesa es francesa, pero poco más hay de verdad en lo que dijo. Ya en el título se ve el complejo de provinciano al que tanto partido sacó el humor de la época, con obras como Ninette y un señor de Murcia, de Miguel Mihura, a quien Álvaro de Laiglesia consideraba su maestro.
El último relato lleva por título Un trono para mi hijo. En él una viejecita norteamericana vive convencida de que su hijo Frank, que no para de regalarme chismes electrónicos, llegará algún día a ser rey de algún sitio. Y sí, llega a ocupar un trono. Pero quien quiera saber cuál, mejor que lea la historia. De alguna manera, con esta peculiar búsqueda más de trono que de rey, se cierra el libro Se busca rey en buen estado.
Concluye el libro con una entrevista al autor mucho más interesante que algunos de los relatos, por lo directo que se contesta a las preguntas y por las opciones poco correctas políticamente pero rápidamente argumentadas de Álvaro de Laiglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario