En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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jueves, 13 de marzo de 2014

Las lágrimas de San Lorenzo – Julio Llamazares



                Julio Llamazares es un escritor, no un vendedor de novelas. Es decir, no escribe para vender, sino por el placer –o el dolor- de escribir. Lo que hace es literatura. Y en Las lágrimas de San Lorenzo hay literatura de la mejor, de la que hace al lector encontrarse consigo mismo y preguntarse qué demonios hace aquí, o si ha encontrado respuesta a alguna de las preguntas que todos, antes o después, nos hacemos.

                El protagonista es un hombre maduro, separado, que pasa la noche de San Lorenzo en Ibiza en compañía de su hijo preadolescente, en medio del campo, en la oscuridad, tratando de divisar las lágrimas. Cada una, dicen algunos, es una vida que desaparece, igual que cada estrella en el firmamento, dicen otros, es la luz que se enciende cuando muere un ser humano.

                De esta forma, entre lágrima y lágrima, el narrador va por una parte recordando su pasado, condicionado por su propia experiencia y la de su familia: su “fuga” a Ibiza al terminar los estudios; su deambular por medio mundo como lector en diversas universidades en las que cada ciudad, cada clima, no le ha aportado gran cosa por no saber, seguramente, qué andaba buscando; su azarosa vida sentimental; la vida y vejez de sus padres, el fantasma del familiar que desapareció en la Guerra Civil, la muerte de su hermano, y, sobre todo, la conciencia del paso del tiempo. Porque esa es la clave de la novela. El tiempo. El tiempo y lo que hace con nosotros, la forma en que aparecemos y desaparecemos sin dejar rastro, fugazmente, como las lágrimas de San Lorenzo, hasta el punto de llegar a preguntarse el narrador si el tiempo, eso tan difícil de definir, no será Dios, si Dios no será el tiempo. Nada más. Y nada menos.

                Pero al hilo de esos recuerdos el narrador también dedica sus pensamientos a su hijo. A lo que es, a lo que en ese momento sin duda sentirá, a lo que cree que será el mundo, porque el tiempo en la juventud no es como el tiempo en la madurez. Pasamos de considerarlo casi ilimitado a advertir, por sorpresa y con sudores fríos, que casi todo lo hemos dejado atrás. Y así, enlazando lo que le inspira su hijo con sus propios recuerdos, reflexionando sobre cómo ahorrarle a ese chico el trago de sus propias reflexiones para que pueda disfrutar de la inconsciencia antes de que la vida lo desengañe, proyectando los recuerdos sobre la situación del niño, la novela va avanzando conforme avanza la noche, y el interés de los personajes por las lágrimas de San Lorenzo va menguando, terminando, como termina la noche; una noche donde lo efímero se adueña del cielo para hacernos ver que no somos más duraderos ni dejamos más recuerdo que una estrella fugaz, que una mota de polvo ardiente.

                Una novela para reflexionar sobre la vida. Difícil de escribir antes de alcanzar cierta edad. Difícil de saborearla sin haberla alcanzado ya. Una obra para pensar, para llegar a la conclusión de que no seremos capaces de alcanzar conclusión alguna, para intentar disfrutar de la vida si es que somos capaces de asumir la angustia de la muerte. O, mejor dicho, de la desaparición. Porque morir es solo un paso más en el proceso de desaparición. 


jueves, 12 de abril de 2012

El entierro de Genarín – Julio Llamazares


Cada Jueves Santo se celebra en León una “procesión” en homenaje a Genaro, el pellejero alcohólico muerto la noche de Jueves Santo de 1929, arrollado por el primer camión de la basura que tuvo el municipio. A partir de ese dato las comparaciones con los actos religiosos son inevitables y, en consecuencia, la celebración adquiere un tinte provocador, pues sabido es que no es lo mismo reivindicar algo (en este caso el buen vivir y el hedonismo, si quiera sea irónicamente, habida cuenta de la vida y miserias del personaje) que reivindicarlo a la vez que la sociedad "oficial" ensalza lo contrario.

Julio Llamazares traza, con gran maestría e ingentes dosis de ironía, una magnífica y divertida semblanza de Genaro, de Genarín: un tipo que se ganaba la vida comprando y vendiendo pieles de conejo entre visita y visita a todas las tascas habidas y por haber, donde no dejaba de recargar su estómago de orujo y más orujo. Y así, entre conejo y conejo y trago y trago, vemos cómo Genarín complementa sus ingresos haciendo trampas a las cartas, se convierte en chico para casi todo de ciertas casas de mala nota, o se divierte, entretiene o calienta sus huesos como buenamente puede. El libro es un alegre descenso a los bajos fondos leoneses, pasando revista a tugurios y prostíbulos donde lo mejorcito de cada casa comparte pedazos de su existencia con Genarín, cuya habilidad para sobrevivir es digna de la mejor novela picaresca. Unos infiernos donde todo queda en casa, porque en la ciudad y en la época todo el mundo se conoce, lo cual dota a la narración de un tono cariñoso que forma tanta parte de la ironía como el tono ejemplar y evangelizador con que está escrito el libro.

Concluye a obra con varios de los romances dedicados a Genaro de año en año, un final entre divertido y repetitivo, pero adecuado.

Una buena lectura, no muy santa, para desacralizar cualquier semana santa, y para demostrar que más allá de creencias e intenciones, vivir y dejar vivir no es mala religión.