Merece la
pena leer a Steinbeck solo por los
finales. Es difícil saber hacerlos tan impactantes. Aunque, por suerte, también
merece la pena por todo lo que hay antes.
De ratones y hombres cuenta la historia de dos jornaleros
que van de acá para allá buscando trabajo. Uno es un tipo grandullón,
hercúleo, y con el cerebro de un mosquito; es incapaz de distinguir el bien del
mal, y aunque es de naturaleza bondadosa, apenas tiene capacidad de recordar
las cosas, y cualquier discusión bloquea su mente. El otro, su acompañante, es
un tipo normal que lo cuida protegiéndolo de sí mismo. Así que es
algo más que un tipo normal: es un hombre generoso, que ha sacrificado su vida
por no abandonar a su suerte a un pobre diablo. La historia comienza cuando, huyendo del
último problema, entran a trabajan en un rancho aislado, donde solo hay otros
jornaleros, el dueño, su caprichoso hijo, y la peculiar y provocativa esposa de
este.
Ambos hombres
solo desean una cosa: ahorrar un puñado de dólares para comprarse una casita
donde vivir el resto de sus días criando conejos y cultivando lo que sea. Y
para conseguirlo no les queda sino trabajar como asnos, pero el trabajo no es
lo más duro. Lo peor, lo más difícil, es por una parte controlar al grandullón
y, por otra, soportar la miseria renunciando al consuelo de gastarse el jornal
en las juerguecillas que el resto de jornaleros se permiten, y en las que
dilapidan cuanto tienen, haciendo de su vida un círculo vicioso de trabajo
duro, pobreza y gastar en consolarse. En ese ambiente es fácil suponer que la
presencia de la mujer resulta muy perturbadora. Y más si encima provoca.
El lector se
encariña pronto con los personajes, en una historia donde comparten
protagonismo la generosidad, la esperanza, el miedo, la injusticia, la
arbitrariedad, la debilidad en la que siempre está el pobre, y donde la tensión se percibe a cada página, porque cualquier cosa puede
ocurrir en cualquier momento. Por eso, precisamente, el final es tan
sorprendente. Porque cualquier cosa es cualquier cosa.
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