Cuando se escribe una novela que tiene por protagonistas a un cuarentón grandullón, con evidentes limitaciones psíquicas, más bueno que el pan, que se defiende como buenamente puede sin hacer ascos a los instintos y que ha sufrido una vida sin cariño, y a una viejecita culta, todo sensatez, cordura y control, que afronta el fin de su vida y la pérdida constante de facultades, se corre el riesgo de acabar haciendo una novela empalagosa. Y aunque no es el caso, Tardes con Margueritte no anda lejos de ese límite.
Con esa materia prima (un “pobre tonto” y su envejecida hada madrina) las escenas de ternura facilona son constantes. ¿Cómo no enternecerse cuando el grandullón de Germain, a través del amor a la palabra que Margueritte le va inculcando, descubre y explica términos e ideas que para todo el mundo son evidentes?
El argumento es sencillo: un día Germain y Margueritte coinciden en el parque contando palomas. A partir de ahí se inicia una amistad basada en el respeto y la generosidad recíprocos. ¿Y todo para qué? Para llegar a la conclusión de que todo el mundo merece su oportunidad, y que los prejuicios sobre las personas a menudo acaban condenándolas a ser lo que los demás creen que son.
Una historia amable donde nada sórdido tiene acomodo, demasiado “forrestgumpiana” para resultar original en su planteamiento, y demasiado edulcurada para resultar creíbles los rudimentarios pero límpidos procesos mentales de Germain. Lo mejor, el ritmo, y que, puestos a contar lo que cuenta, va al grano y no se pierde en disquisiciones sentimentaloides.
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