En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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martes, 30 de enero de 2024

Betibú – Claudia Piñeiro

 


Un amigo me prestó Betibú. Lo tuve meses en el estante de libros prestados sin hacerle caso, como si lo gris y oscuro de la portada, como si ese título que no alcanzaba a ser Betty Boop, anunciaran una lectura igualmente desangelada y triste. Al final, lo devolví sin leer y mi amigo, alarmado, me lo volvió a poner en la mano diciendo algo así como «¡Pero qué haces, hombre! ¡Con lo bueno que es este libro! Anda, llévatelo otra vez y ya lo leerás antes o después». Y con él volví a casa.

Tenía razón mi amigo, así que justo es comenzar esta reseña dándole las gracias.

La acción transcurre en Argentina, entre la redacción de un periódico en declive cuyo director intenta combatir al presidente argentino y una urbanización de lujo en la que hasta las moscas deben pedir permiso y someterse a registros para entrar (por si pretenden hacerlo con malas intenciones) y para salir (por si han birlado algo). En ella, un señor adinerado ha abandonado este mundo degollado, como dos o tres años antes lo fue su esposa, nunca probada víctima del ahora finado. Se dice que el muerto se ha suicidado así, a lo bestia, no en plan obra de arte sino en plan charcutería. Es un asunto truculento, llamado a hacer las delicias de los lectores ávidos de carnaza, así que el director del periódico le da trato preferencial.

¿En qué consiste ese tratamiento?

Periodísticamente, en nada: el experto en estos temas, un experimentado periodista ya próximo a la jubilación, ha sido degradado a la confección de noticias tontas de sociedad, así que se hace cargo un jovenzuelo recién llegado que solo sabe buscar información en Google. Tan poca cosa es el pobre que en toda la novela no pasa de ser «el pibe de Policiales». Cierto es, no obstante, que Jaime Brena, el viejo periodista, le echa una mano, y a veces las dos, por lo que la novela tiene un componente de iniciación (el pibe), otro de desarrollo de la amistad (Brena y el pibe) y un tercero de aceptación de la vejez y realidad (Brena).

Ahora bien, en materia de espectáculo el periódico incluye entre su «información» los artículos no informativos, sino reflexivos de Nurit Iscar, apodada Betibú por los más íntimos, una escritora de poco más de cincuenta años que, tras conocer hace tiempo el éxito, vive una agónica época de vacas flacas tras haber cambiado de género y de registro pasando de la novela negra a la romántica (¿o romanticona?) inspirada en cierto idilio que conocerá quien lea la historia.

Nurit, Betibú, es «destinada» a un casoplón en la urbanización para tomar el pulso al vecindario y escribir con conocimiento de causa. Pero por allí pasa más gente: Jaime Brena, el pibe de Policiales, las amigas de Nurit, que tienen con ella una confianza extrema y andan vigilantes para meterla a la cama con alguien pero no con cualquiera, la parentela, un viejo comisario vieja fuente de Brena… Y a partir de estos encuentros, de datos dispersos de apariencia casual y de otras zarandajas la investigación periodística consigue llegar más lejos de lo previsto en lo que resulta ser casi una novela negra de salón, un puzzle entretenido y verosímil dentro de lo irreal del planteamiento, y por momentos brillante, en la que cada personaje está tan perfectamente definido que no hay puntos confusos ni de fricción. Cada uno es como es y como debe ser, y hay historias personales suficientes (algunas con un conflictivo pasado común) como para que la novela no sea solo un misteriete a resolver.

Con un ritmo en lento pero en constante crescendo, la acción desemboca, ya a velocidad de desenlace, en lo que parece el final más lógico, aunque a falta de las páginas suficientes para intuir alguna sorpresa que haga honor al habitual reclamo de que nada es como parece. Una gran novela de intriga escrita con multitud de giros argentinos y en la que el lector pronto coge la dinámica necesaria para seguir sin problemas la por muchos odiada técnica de no separar e identificar los diálogos con los signos de puntuación correspondientes.

Seguiré leyendo a Claudia Piñeiro.


viernes, 19 de enero de 2024

El hombre invadido – Gesualdo Bufalino

 


La heterogeneidad de los relatos contenidos en El hombre invadido hace complicado escribir esta reseña, porque lo único que tienen en común es su enorme calidad literaria, que puede verse en el dominio del lenguaje, en lo elegante y pausado de la expresión, en la profundidad de las ideas y en la rapidez y precisión con que se llega a ellas, y, también, en las numerosas referencias culturales, tan abundantes que harán que más de un lector no acierte a identificar ni a valorar unas cuantas.

Dicho lo cual, los personajes son muy distintos, de Georgias a Jack el Destripador y muchos más que ahora mismo no me vienen a la cabeza, unos están inspirados en personajes ficticios y otros en personas reales, hay relatos muy serios y otros casi humorísticos, finales efectistas y otros planos, y, como lógico colofón, se diría que cada relato tiene su razón de ser y su objetivo y que lo único que los une en mismo volumen es su filiación.

¿En resultado? Un libro a la vez agradable y complicado de leer. Agradable, porque todos los relatos son, como ya he dicho, de altísima calidad. Complicado, porque la heterogeneidad afecta a la continuidad de la lectura. Yo cometí el error de leerlo de corrido. Si tuviera que hacerlo ahora, lo simultanearía con otras lecturas: un día leería un relato; otro día, otro; tres más allá, el siguiente… Así hubiera evitado la sensación de estar y no estar al mismo tiempo. O de estar en veinte sitios a la vez sin sentir los pies en ninguno.


jueves, 16 de febrero de 2023

La tristeza del Samurái – Víctor del Árbol

 


No había leído nada de Víctor del Árbol, pero cualquiera que transite con frecuencia por la parte literaria de las redes sociales ha oído hablar de él desde hace ya una década. En general, positivamente. Viendo sus intervenciones allí parece un tipo sensato y cae bien. A lo cual debo unir que una de las personas en la que más confío a la hora de hablar de libros me dijo hace ya tiempo (aunque bien es cierto que sin mucho entusiasmo) que este autor «no estaba mal». Cuento esto porque cuando las expectativas sobre una novela se ven frustradas más culpa tiene la información previa que la novela, aunque la frustración ahí queda.

Por algún motivo esperaba una obra más «literaria», y también de cierta profundidad, y aunque reconozco haberme entretenido leyendo La tristeza del samurái, me he quedado con una sensación extraña: la de una obra construida ensamblando imágenes y recursos tópicos de manera tan evidente y obsesiva que se ha olvidado dar alma al fondo. Como un castillo infantil hecho con piezas recolectadas aquí y allá, de diferentes juegos, todas reconocibles pero que no acaban de encajar. Entre esas piezas, un malo malísimo, frío, elegante, cruel, todopoderoso y tan calculador que con seguridad y eficacia pasmosas se anticipa al pensamiento y la acción de cualquier hijo de vecino, ¡y con precisión de minutos!; heroicas «princesas» secuestradas; malos feotes, desfigurados, contrahechos, escondidos del mundo y enamoradizos (a su manera); viejas mansiones decrépitas; cartas antiguas que revelan culpas; «héroes» víctimas de su propio afán de justicia y en dramáticos problemas de apariencia irresoluble; traidores que se regodean en su propia vileza, traidores de medio pelo, y, sobre todo, gente que parece ser una cosa y es la opuesta; todo tejiendo una trama que enlaza sucesos de 1941 y 1981, con los mismos personajes y sus hijos; todo con tal mezcla que cada relación entre dos personajes se convierte en un circense «más difícil todavía». Una puesta en escena con muchas imágenes prestadas de la cultura cinematográfica popular y hasta de los cuentos, ensambladas de un modo demasiado tosco y que, por la voluntad de impacto que el autor quiere lograr generan dos efectos negativos: por una parte, saciedad; por otra, tanta atención a la puesta en escena desdibuja a los personajes, deshumanizados para limitarlos a encarnar su misión/obsesión en la novela. Mucho soponcio y encorsetamiento en clichés y poca psicología. Unamos un apreciable grado de truculencia para echar sal a las escenas e improvisadas soluciones extravagantes que lo mismo permiten hacer creso, sin explicación, al personaje en cuya penuria se han recreado el autor páginas atrás, que intentar, de modo fallido, vincular la trama al intento de golpe de Estado del 23-f (en realidad, con las referencias hechas lo mismo podría vincularse a cualquier otro suceso). Para colmo, ciertos anacronismos, la flagrante superficialidad de los datos en torno al 23-f y algunos fallos documentales evidentes acaban por reforzar la tosquedad a que antes he aludido. A título de ejemplo, Alfonso Armada –quien, dicho sea de paso, no pinta nada en el argumento- es calificado de «almirante» en vez de «general». Mira que como el autor se hubiera hecho un lío con lo de «Armada»…

Lo dicho: la trama, debido a los constantes malabares históricos, personales y emocionales y al uso continuo de imágenes tópicas, consigue resultar lo bastante atractiva para leer la novela con cierta placidez, lo que también facilita un lenguaje correcto pero simple, que ni se plantea provocar emociones por nada distinto a la descripción directa y poco elaborada. Esperaba mucho más. No me extraña que el samurái, encajado en la trama como podría haberse encajado a su tía la del pueblo -o como ha sido encajado el 23-f y algunas otras cosas- esté triste. Y hasta deprimido.

Termino volviendo al principio: quizá esta mala impresión sea culpa mía. O no supe interpretar la información que hasta mí había llegado, o me dejé engañar por una información incorrecta fruto de un aparato publicitario mejor engrasado que el literario. El caso es que mis buenas expectativas han resultado equivocadas.

En cualquier caso, un autor con cierto éxito. Por algo será. Pero los motivos no los he sabido encontrar.




miércoles, 14 de septiembre de 2011

La velocidad del amor. Match ball – Antonio Skármeta





    Un médico norteamericano asentado en Alemania, casado con una señora de buen ver y rica heredera, pasa sus días plácidamente sableando a los clientes a cambio de “consultas placebo” y jugando al tenis con su suegro. Pero un día el club de tenis ha sido cerrado para que entrene la joven promesa del tenis alemán: Shopie Mass, una quinceañera que vive por y para el tenis pero con un ojo, inevitablemente, “en la vida”. Una niña, además, que va a todas partes con su madre, una mujer bella que trata, a través de su hija, de recuperar la posición de una nobleza venida a menos.

    Raymond Papst, que así se llama el protagonista, queda inmediatamente prendado de la muchacha. Ya tenemos el cincuentón y la lolita; una lolita poco pudorosa y que, aparte de a tenis, no se sabe a qué juega, pues su vida sentimental oscila entre un joven español medio chiflado, de buena familia, que anda loco por ella y la sigue allá donde va, y el doctor Papst. ¿Está enamorada de él, se deja querer o lo utiliza? Esa es la solución que cualquier lector deberá buscar.

    Mientras tanto, entre seguir a la muchacha, dejarse manipular por ella, y tratar de quitar de en medio a su rival, el doctor Papst va tejiendo la red de su desdicha, de locura en locura, de ridículo en ridículo y de escándalo en escándalo.

    Es un libro entretenido, pero no brillante (me quedo con El cartero de Neruda o La boda del poeta), con algunos momentos donde cuesta dejarse llevar por la historia. El humor de Skármeta podemos buscarlo en dos elementos: por una parte, en los comportamientos estrafalarios que inducen las pasiones (y que vistos desde fuera más cerca están de la locura o del ridículo que de cualquier otra cosa), que son típicos en él, y, por otra, en el lenguaje del doctor Papst, narrador de la historia: un lenguaje con ínfulas de exquisito, correspondiente a un hombre de clase y cultura que, pese a la historia que narra, parece no tomarse muy en serio ni a la vida ni a sí mismo, a la vista de la ironía y la condescendencia con que juzga su propia vida. Un selecto bon vivant que narra con la misma elegancia y un pelín de cursilería la fortuna y los tortazos que le ha deparado la vida.