Cada
vez que Eduardo Mendoza publica una novela muchos preguntan es si es o no de
humor. «Sí y no», vienen a decir las respuestas que he leído o escuchado en artículos
y acciones de promoción, lo cual, una vez leído El rey recibe, me hace pensar
en una ambigüedad calculada para no perder lectores, por más que haga falta ser
muy tonto para dejar de leer a Mendoza.
El rey
recibe no es una novela de humor aunque, como en tantas otras –y más en las que
tienen cierto tono autobiográfico- hay episodios que hacen sonreír y cierta
historia (la del «rey») pintoresca y divertida, aunque en esta
ocasión el humor llega desde una exquisita sutileza de la que carecen las novelas más gamberras
de Mendoza. Me da la sensación de estar ante una de esas obras, como Mauricio o
las elecciones primarias, que va a ocupar un puesto destacado en la estima del
autor y no tanto –e injustamente- en la de sus lectores, más habituados a otro
tipo de novela.
El rey
recibe es una obra buena pero extraña, fundada en los recuerdos de Mendoza, que
se ha hartado de decir que como escribir unas memorias era un aburrimiento, le
pareció mejor contar una historia ajena en la que plasmar recuerdos sobre la
base de que la vida no es cómo fueron las cosas, sino cómo las percibimos y
recordamos. Digo «extraña» porque al final la vida del personaje termina dando
lugar, en la novela, exactamente a lo que acabo de decir: el relato de un
pedazo de la vida de un joven barcelonés que, a caballo entre los años sesenta
y setenta del siglo XX, primero trabaja en un periódico, luego en una revista y
más tarde emigra a Nueva York. La consecuencia es que no hay que esperar ni
tramas ni desenlaces en el sentido usual, porque no se trata de una historia
completa, sino una parte de una historia que probablemente no conducirá a
ningún sitio más que a conocer la existencia del protagonista. Eso es lo que
explica la inclusión de episodios sueltos que parecen tener poca o ninguna
influencia en el resto. Pero esto da igual. Lo importante son las reflexiones
de Mendoza tanto sobre la evolución de la sociedad en esos años en paralelo a la evolución personal, laboral y familiar, como sobre un
carácter que parece tener mucho en común con el suyo.
Sin embargo, Mendoza se ha
cuidado de introducir un elemento que otorga a la novela cierto hilo conductor –bien
que un tanto guadianesco- y relativamente humorístico: la presencia de un
aspirante a rey de Livonia. Lo retorcido de la historia de Livonia –más un
territorio que debe su nombre a una etnia que una nación y no digamos ya un
estado- sin duda explica la elección. Se puede aspirar a reinar en lugares
extraños, pero como Livonia, pocos. El «rey» vive exiliado en todas partes,
dándose unos aires que casan mal con sus medios, y más defendiendo su condición
desde las revistas del corazón que desde la política. De ahí que sea en calidad
de reportero rosa como el protagonista toma contacto con el «monarca» y con
cierta dama a la que ayuda a poner en marcha una moto. Sus nombres, por cierto,
son la mayor concesión al Mendoza de las novelas de humor. A partir de ahí, el
«rey» aparece y desaparece de modo un tanto caprichoso, sin que
lleguemos a saber por qué, y enreda al protagonista en un par de compromisos
cuyas consecuencias, si las hay, quedarán para las siguientes novelas de la
trilogía.
Y es que El rey recibe es la
primera de una trilogía que lleva por nombre «Las tres leyes del movimiento»
y que, por lo que se puede deducir de lo dicho durante la campaña de promoción,
será lo que es esta novela: una suerte de historia como excusa para rememorar
numerosos episodios históricos o no desde la fidelidad no a los hechos, sino a
los recuerdos. También, y no es menos importante, se rememoran ideas,
prejuicios que una vez imperaron, visiones, tópicos, el modo en que uno, desde
su propio yo se enfrentaba a las ideas preconcebidas a medida que se abría al
mundo y estas evolucionaban a medida que lo hacían las personas. Probablemente
haya que esperar a leer toda la trilogía para hacer un juicio más preciso de
esta novela, pero la cosa apunta alta.
De lectura sumamente agradable, interesa
sin apasionar. No es una crítica, sino lo contrario: es un gran mérito del
autor porque, precisamente, si algo se esfuerza en destacar del protagonista es
que, siendo un tipo más o menos formado, culto, inteligente y movido por cierta
curiosidad vital, es también un hombre prudente, en cierto modo vulgar, anodino,
poco amigos de las locuras y con cierto hálito, ante los demás, de ser un tipo
aburrido. Alguien a quien se respeta y admira, pero con quien no se cuenta
cuando se buscan emociones fuertes. Lo suyo es ver, no ser visto, lo cual,
unido al tono reflexivo de una historia contada desde el recuerdo, traslada al
lector un sentimiento entre melancólico y triste que a menudo no se corresponde
con los recuerdos del narrador, aunque la realidad es que Mendoza traslada todo
magistralmente: cuando Rufo Batalla, el protagonista, nos dice que era feliz en
tal o cual situación, no debemos dudarlo a pesar de tener una sensación
distinta, sino que más bien debemos recordar que quien nos habla no es Rufo desde
aquel pasado, sino desde el presente; el Rufo que, muchos años después,
recuerda. La felicidad del pasado puede fundamentar la melancolía del presente.
En resumen, que el lector debe hacer el esfuerzo de comprender al narrador, de
ponerse no solo en el pellejo del narrador en los sucesos que se cuentan, sino
en el del narrador en el momento en que narra.
Una prosa eficaz, limpia, concisa
y con una riqueza que llega al lector con sencillez. Da gusto cómo escribe
Mendoza, cómo domina desde el estilo «rococó» de sus detective loco hasta la
exquisita llaneza de El rey recibe.
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