Obra muy
breve, de unas ciento treinta páginas chiquitinas y con letra grande que se lee
en un día. Grandes son también los pocos mensajes que traslada y el modo en que
cuenta mucho con pocas palabras. Una obra cuyo final, además, revela una
concepción del humor que más de una vez he defendido.
En las
idas y venidas de unos amigos franceses encontramos situaciones para ellos
relevantes que se mezclan con consideraciones y conversaciones acerca del comportamiento
de Stalin como bromista y de las reacciones de quienes estaban por debajo. Sin
ser un texto de humor, habla sobre el humor, sobre su importancia para valorar
y relativizar e, incluso, como le atribuyen a Stalin, para poner a prueba.
Vemos también que el humor tiene su propia vida, se desgasta, se inutiliza, se
vuelve contra quien lo usa… Y vemos, también, finalmente, que lo más complicado
del humor es tenerlo a mano cuando de verdad hace falta. Porque la conclusión,
aquella con la que identifico y que da sentido al título es que el humor,
cuando nos defiende y nos eleva por encima de los problemas implica la asunción
de la propia insignificancia. Solo cuando comprendemos la ínfima mierdecilla
que en realidad somos cualquier preocupación sobre nosotros mismos deviene
grotesca.
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