¿Por qué
no hay novela negra en Israel?, pregunta el protagonista, el inspector Abraham
Abraham, a la madre que acude a denunciar la desaparición de su hijo
adolescente. La respuesta que le da justifica el consejo de esperar a que el
muchacho aparezca. La situación se vuelve contra el policía al día siguiente,
cuando su predicción falla: el muchacho no ha vuelto y es preciso comenzar a
buscarlo.
La
investigación apenas tiene asideros (aunque el autor juega con el lector para
hacerle creer lo contrario, en lo que es un recurso poco limpio, por así
decirlo) lo que provoca la ofuscación del policía y esta, a su vez, nuevos
fallos que le hacen sentir más culpable y que amenazan con conducir el caso a
otros responsables.
La
novela, entretenida, es un ir y venir, un dar vueltas sobre los mismos datos
solo roto por esa trampa que el autor tiende al lector para que no se canse de
tanto girar y para despistarlo y facilitar la «sorpresa» final. De haberse
ahorrado esta treta la novela hubiera sido bastante más corta y sustancialmente
mejor, porque el mérito de Expediente de desaparición es jugar con cómo la
necesidad de una respuesta nos hace abrazar verdades que en realidad no lo son.
Verdades, en plural, que, cuando se habla de delitos, pueden implicar achacar la condición
de víctima o de criminal a una persona o a otra independientemente de la verdad.
Por eso la novela tiene dos finales consecutivos, si puede decirse así. Los dos, a primera vista,
lógicos. Pero uno más lógico que otro: el que ve sin dificultades la persona a
la que, por no haber estado en el caso, nada le va en encontrar una respuesta.
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