He
hablado de esta novela con otras dos personas que la han leído, ambos lectores
inteligentes, y los tres coincidimos en una sola cosa: es magnífica.
Así que
tengo la sensación de que la interpretación de La única historia y el modo de
vivir su lectura dependen, más que en otras novelas, de las experiencias de
cada cual, que seguramente hacen prestar más o menos atención a unos u otros
detalles de los muchos que se narran. Según en cuál te fijes, la interpretación
se decanta de una manera u otra.
El título
alude a «la» historia de amor de cada persona. Suele ser solo una la relación
que deja tal huella que el resto giran siempre alrededor, para reencontrarla en
otras personas o para sortearla. Cada cual, viene a decir Barnes, entre todas
las historias de amor que ha vivido tiene una que es, en realidad, su única
historia de amor.
Escrita
en primera persona (salvo en fragmentos de la última parte, sin que se entienda
muy bien el motivo) el narrador cuenta su historia de amor, que lo fue entre un
muchacho de diecinueve años y una mujer en los cuarenta, una relación que se
prolongó durante bastantes años.
Desde el
ordenado desorden de la narración (qué bien estructurada está, a pesar del
aparente caos de recuerdos) al lector le asaltan las sensaciones desde dos puntos.
Primero,
desde la propia historia. Desde los hechos y el modo en que al leerlos los juzga
y le afectan.
Segundo,
desde las equívocas motivaciones que el protagonista da a cada uno de esos
hechos. ¿Por qué equívocas? Porque habla cincuenta años después. Habla desde el
recuerdo. Es un anciano contando la historia del lejano joven que fue. Y, por
tanto, mezcla las excusas que a los veinte años se ofreció a sí mismo para
actuar de una determinada manera con las explicaciones que, más de medio siglo
después, hace de su propia vida vista en perspectiva; todo lo cual se complica,
además, porque tanto a los veinte años como a los más de setenta no hay motivo
para que una persona no se engañe a sí misma: en la juventud el autoengaño es
el camino más sencillo para sortear contradicciones, incoherencias e intereses
poco edificantes, y, mirando al pasado, no es mal mecanismo para evitar que la
sentencia del juicio de la propia vida sea tan dura que convierta el ya corto
porvenir en frustración. Cierto es que la admisión de contradicciones y de versiones diferentes siempre
resulta cínica, pero el peor cinismo se produce cuando las contradicciones se
admiten y toleran en el momento en que surgen, y no tanto cuando simplemente se
descubren y reconocen al escarbar en el pasado; ese reconocimiento a posteriori
puede resultar cínico, pero más por lo impúdico del reconocimiento presente que
por haber vivido un pasado contradictorio. A esto debemos añadir las
diferencias entre lo que creemos hacer y lo que de verdad hacemos, lo cual digo
porque me viene a la cabeza una frase creo que de Ovidio, que anima a persuadirse
diciendo que muchas veces quien comenzó fingiendo amar acabó amando de veras. Y
añado: también puede suceder al revés, y en ambos casos casi sin enterarse y
sin ser consciente de cuándo se da el paso de una realidad a otra.
Viene la
cita a cuento de que la relación entre los dos amantes es, al principio, algo
distinto a lo que acaba siendo. Ambos se comportan rodeando su relación de unas
apariencias justificadoras –ante sí mismos y ante los demás- que no se sabe hasta qué punto terminan, con
el paso del tiempo, siendo realidad. Para un muchacho de veinte años cabe
pensar que liarse con una mujer que le dobla la edad es un acto de libertad, o
quizá de rebeldía, a juzgar por las motivaciones que el narrador da. Incluso puede
pensarse en simple egoísmo, pues la relación le permite olvidarse de
los problemas económicos. Significativo es que en algún momento se muestre
orgulloso no de su historia de amor, sino de que sea «más verdadera» que las del
resto de sus amigos, como si lo inhabitual fuera sinónimo de autenticidad. ¿Pero
eso es egoísmo, ansias de libertad o simple inmadurez? Yéndonos a Susan, la
otra protagonista, todavía es más complicado averiguar qué significa para ella
la relación con el narrador, porque nunca vemos nada a través de sus ojos. Por
lo que se va sabiendo del matrimonio de Susan puede pensarse que se ha visto
tan ninguneada que su autoestima se ha esfumado y trata de buscarla en la
aceptación de otro hombre; y más se consolidará esa autoestima si la
inclinación del protagonista por ella vence a los gustos que cabe presuponer a
un amante tan joven; la sensación se consolida porque, como nadie puede
encontrar la autoestima fuera de su propio yo, tanto la relación como la
victoria sobre esos supuestos gustos es insuficiente para sanar una autoestima
maltrecha, lo cual puede justificar el desarrollo de la relación de Susan con
el alcohol y, sobre todo, su falta de rebeldía, la aceptación de su destino
como una fatalidad. Algo estorba, no obstante, esta interpretación, pues Susan
sí realiza actos de rebeldía, aunque no completos, sino como quien, teniendo el
valor de huir de de algo, se lanza al río pero se abandona a la corriente.
Sin
embargo, como digo, las sensaciones son tan contradictorias como lo somos las
personas: algo tan ajeno al amor como el egoísmo o la rebeldía del protagonista
se ve desmentido por los años que pasa junto a Susan, la mayoría más malos que
buenos (¿por qué no la deja, si es tan egoísta?), por su dedicación a ella, por
el modo en que ella ocupa sus pensamientos y preocupaciones y por el modo en
que esa relación, que llega al agotamiento de sus fuerzas, anula en él la
capacidad para amar a otras personas. En cuanto a ella, algo similar puede
decirse: por más deteriorada que se considere su autoestima, no es tan egoísta
como para aferrarse al protagonista como último recurso. Tiene otros,
incluyendo la asunción de la soledad si es allí donde el río la lleva. Sea como
fuere, los motivos de Susan son los más opacos, lo cual es lógico habida cuenta
de que no es ella quien nos habla.
La novela
está dividida en tres partes con tonos muy distintos. La primera, que narra los
inicios de la relación, es el más sensual y en algunos puntos incluso divertida
por lo que la relación tiene de transgresora y porque siempre resulta
estimulante ver a personas en busca de su libertad, o de sí mismos, o del amor,
o de lo que sea. La segunda parte, en cambio, es progresivamente sombría. Y la
tercera es una especie de amanecer después de la batalla: nada alegre, pero con
la sensación de alivio que produce la certeza del fin; una parte de amarga nostalgia involuntaria donde se echa la mirada atrás, se hace recuento y, de
sopetón, se comprende que entre lo perdido en el campo de batalla está la mayor
parte de la vida; por delante solo queda un futuro breve y limitado en el que
hay que cargar con el peso de los errores. Y, cuando esos errores los han
pagado otros, a poco honrado que sea uno pesan más. La última jugarreta de la
vida se sufre en ese momento: has hecho balance y en él tienes deudas que ya no
podrás saldar, pero hay que seguir viviendo y, si no quieres vivir tu ya muy limitado
futuro como un infierno de remordimientos debes buscar algún tipo de perdón contigo
mismo… y con quienes ya no te pueden perdonar o dejar de hacerlo. De la
impotencia por no poder ser perdonado o comprendido por quien ya no está surge
el ansia de paz interior, lo cual desemboca, sea justo o injusto, en la
autoindulgencia, que no es ni la indiferencia ni la resignación, pero que,
vista desde fuera, tanto se les parece.
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