En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 16 de enero de 2020

La única historia – Julian Barnes





              He hablado de esta novela con otras dos personas que la han leído, ambos lectores inteligentes, y los tres coincidimos en una sola cosa: es magnífica.

              Así que tengo la sensación de que la interpretación de La única historia y el modo de vivir su lectura dependen, más que en otras novelas, de las experiencias de cada cual, que seguramente hacen prestar más o menos atención a unos u otros detalles de los muchos que se narran. Según en cuál te fijes, la interpretación se decanta de una manera u otra.

              El título alude a «la» historia de amor de cada persona. Suele ser solo una la relación que deja tal huella que el resto giran siempre alrededor, para reencontrarla en otras personas o para sortearla. Cada cual, viene a decir Barnes, entre todas las historias de amor que ha vivido tiene una que es, en realidad, su única historia de amor.  
  
              Escrita en primera persona (salvo en fragmentos de la última parte, sin que se entienda muy bien el motivo) el narrador cuenta su historia de amor, que lo fue entre un muchacho de diecinueve años y una mujer en los cuarenta, una relación que se prolongó durante bastantes años.

              Desde el ordenado desorden de la narración (qué bien estructurada está, a pesar del aparente caos de recuerdos) al lector le asaltan las sensaciones desde dos puntos.

              Primero, desde la propia historia. Desde los hechos y el modo en que al leerlos los juzga y le afectan.

              Segundo, desde las equívocas motivaciones que el protagonista da a cada uno de esos hechos. ¿Por qué equívocas? Porque habla cincuenta años después. Habla desde el recuerdo. Es un anciano contando la historia del lejano joven que fue. Y, por tanto, mezcla las excusas que a los veinte años se ofreció a sí mismo para actuar de una determinada manera con las explicaciones que, más de medio siglo después, hace de su propia vida vista en perspectiva; todo lo cual se complica, además, porque tanto a los veinte años como a los más de setenta no hay motivo para que una persona no se engañe a sí misma: en la juventud el autoengaño es el camino más sencillo para sortear contradicciones, incoherencias e intereses poco edificantes, y, mirando al pasado, no es mal mecanismo para evitar que la sentencia del juicio de la propia vida sea tan dura que convierta el ya corto porvenir en frustración. Cierto es que la admisión de contradicciones y de versiones diferentes siempre resulta cínica, pero el peor cinismo se produce cuando las contradicciones se admiten y toleran en el momento en que surgen, y no tanto cuando simplemente se descubren y reconocen al escarbar en el pasado; ese reconocimiento a posteriori puede resultar cínico, pero más por lo impúdico del reconocimiento presente que por haber vivido un pasado contradictorio. A esto debemos añadir las diferencias entre lo que creemos hacer y lo que de verdad hacemos, lo cual digo porque me viene a la cabeza una frase creo que de Ovidio, que anima a persuadirse diciendo que muchas veces quien comenzó fingiendo amar acabó amando de veras. Y añado: también puede suceder al revés, y en ambos casos casi sin enterarse y sin ser consciente de cuándo se da el paso de una realidad a otra.

              Viene la cita a cuento de que la relación entre los dos amantes es, al principio, algo distinto a lo que acaba siendo. Ambos se comportan rodeando su relación de unas apariencias justificadoras –ante sí mismos y ante los demás-  que no se sabe hasta qué punto terminan, con el paso del tiempo, siendo realidad. Para un muchacho de veinte años cabe pensar que liarse con una mujer que le dobla la edad es un acto de libertad, o quizá de rebeldía, a juzgar por las motivaciones que el narrador da. Incluso puede pensarse en simple egoísmo, pues la relación le permite olvidarse de los problemas económicos. Significativo es que en algún momento se muestre orgulloso no de su historia de amor, sino de que sea «más verdadera» que las del resto de sus amigos, como si lo inhabitual fuera sinónimo de autenticidad. ¿Pero eso es egoísmo, ansias de libertad o simple inmadurez? Yéndonos a Susan, la otra protagonista, todavía es más complicado averiguar qué significa para ella la relación con el narrador, porque nunca vemos nada a través de sus ojos. Por lo que se va sabiendo del matrimonio de Susan puede pensarse que se ha visto tan ninguneada que su autoestima se ha esfumado y trata de buscarla en la aceptación de otro hombre; y más se consolidará esa autoestima si la inclinación del protagonista por ella vence a los gustos que cabe presuponer a un amante tan joven; la sensación se consolida porque, como nadie puede encontrar la autoestima fuera de su propio yo, tanto la relación como la victoria sobre esos supuestos gustos es insuficiente para sanar una autoestima maltrecha, lo cual puede justificar el desarrollo de la relación de Susan con el alcohol y, sobre todo, su falta de rebeldía, la aceptación de su destino como una fatalidad. Algo estorba, no obstante, esta interpretación, pues Susan sí realiza actos de rebeldía, aunque no completos, sino como quien, teniendo el valor de huir de de algo, se lanza al río pero se abandona a la corriente.

              Sin embargo, como digo, las sensaciones son tan contradictorias como lo somos las personas: algo tan ajeno al amor como el egoísmo o la rebeldía del protagonista se ve desmentido por los años que pasa junto a Susan, la mayoría más malos que buenos (¿por qué no la deja, si es tan egoísta?), por su dedicación a ella, por el modo en que ella ocupa sus pensamientos y preocupaciones y por el modo en que esa relación, que llega al agotamiento de sus fuerzas, anula en él la capacidad para amar a otras personas. En cuanto a ella, algo similar puede decirse: por más deteriorada que se considere su autoestima, no es tan egoísta como para aferrarse al protagonista como último recurso. Tiene otros, incluyendo la asunción de la soledad si es allí donde el río la lleva. Sea como fuere, los motivos de Susan son los más opacos, lo cual es lógico habida cuenta de que no es ella quien nos habla.

              La novela está dividida en tres partes con tonos muy distintos. La primera, que narra los inicios de la relación, es el más sensual y en algunos puntos incluso divertida por lo que la relación tiene de transgresora y porque siempre resulta estimulante ver a personas en busca de su libertad, o de sí mismos, o del amor, o de lo que sea. La segunda parte, en cambio, es progresivamente sombría. Y la tercera es una especie de amanecer después de la batalla: nada alegre, pero con la sensación de alivio que produce la certeza del fin; una parte de amarga nostalgia involuntaria donde se echa la mirada atrás, se hace recuento y, de sopetón, se comprende que entre lo perdido en el campo de batalla está la mayor parte de la vida; por delante solo queda un futuro breve y limitado en el que hay que cargar con el peso de los errores. Y, cuando esos errores los han pagado otros, a poco honrado que sea uno pesan más. La última jugarreta de la vida se sufre en ese momento: has hecho balance y en él tienes deudas que ya no podrás saldar, pero hay que seguir viviendo y, si no quieres vivir tu ya muy limitado futuro como un infierno de remordimientos debes buscar algún tipo de perdón contigo mismo… y con quienes ya no te pueden perdonar o dejar de hacerlo. De la impotencia por no poder ser perdonado o comprendido por quien ya no está surge el ansia de paz interior, lo cual desemboca, sea justo o injusto, en la autoindulgencia, que no es ni la indiferencia ni la resignación, pero que, vista desde fuera, tanto se les parece. 


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