En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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martes, 12 de noviembre de 2019

El negociado del yin y el yang – Eduardo Mendoza





          Al reseñar El rey recibe dije que «probablemente haya que esperar a leer toda la trilogía para hacer un juicio más preciso de esta novela». Lo reitero y extiendo a El negociado del yin y el yang, pues más que dos novelas forman una sola.

La consecuencia es que poco hay que decir de la segunda que no pueda decirse de la primera. A saber:

Como el cocinero es excelente y los ingredientes de primera calidad, la prosa de Mendoza entra con la calidez de una buena sopa en un día desapacible. Y digo sopa y no cachopo porque es una lectura más suave que contundente, más nutritiva que potente e indigesta.

Sigo sin entender las referencias de la publicidad hace al humor. Me da que solo pretende atraer a ciertos lectores de Mendoza. ¿Qué humor? No hay más que en cualquier novela media. De hecho, las páginas están surcadas por un poso de tristeza o cuando menos de abulia porque el protagonista, Rufo Batalla, que no es precisamente un bromista ni un tipo que atraiga equívocos o desgracias chocantes, anda desanimado, sin futuro, apático, sin ganas de hacer nada ni espíritu para acometer una nueva vida tras abandonar, por hastío, la que llevaba. De resultas la acción es algo plana, con la extraña excepción de la aventura principesca a la que a continuación aludiré.

La obra sigue teniendo dos historias paralelas y solo interconectadas por el personaje: la primera es la vida ordinaria de Rufo Batalla, al hilo de la cual se hacen breves reflexiones de los años setenta y los primeros ochenta –una suerte de irregulares memorias indirectas-. Algunas de ellas son profundas y brillantes, como el rápido y contundente análisis de la sociedad que había dejado el franquismo, en el que se advierte un poso de rabia que más parece del autor que del personaje. La segunda historia deriva de los avatares causados por la aparición del príncipe Tukuulo, aspirante a recuperar el trono de un inexistente país. El avatar, pues solo hay uno relevante, conduce al protagonista a vivir una aventura asiática más extraña que rocambolesca, una historia en la que la realidad cambia tan de sopetón como cuando un vulgar hijo de vecino aterriza de improviso en una película de James Bond, una historia cuyo significado me desorienta porque no lo alcanzo a entender, si no es que su única pretensión es dotar a la historia de una intrahistoria para hacer más llevadera la lectura.

La novela tiene cuatro partes, no explícitamente estructuradas: los últimos tiempos de Rufo en Nueva York, el lío en el que lo mete el Príncipe, el regreso a Barcelona -que permite introducir nuevos personajes provenientes del entorno y el pasado de Rufo- y, finalmente, las implicaciones del impensado viaje a Alemania y el nuevo retorno. 

Rufo Batalla sigue siendo un tipo tan sosegado y gris que no despierta pasiones ni entre las moscas en verano: un hombre joven, pero de una sensatez extrema, enemigo de los sobresaltos –que rehúye con éxito- y que, cuando se atreve a realizar un cambio notable –como dejar Nueva York y emprender una nueva vida- o acepta un riesgo elevado –las propuestas de Tukuulo o cierto peliagudo romance- no pierde la calma y exhibe una capacidad analítica que arrasa toda incertidumbre desde el inicio, hasta el punto de que cualquier duda que pueda estimular las sensaciones del lector queda pronto anulada. Hasta las peripecias más alocadas –que alguna hay- tienen un algo de racionalidad burocrática. Hasta sus esporádicos amoríos, con mucho aquí te pillo aquí te mato, tienen un gran poso de soledad. Cómo será de gris la existencia de Rufo que son precisamente sus amoríos, y solo ellos, los que producen en el lector vértigo ante el porvenir.

Y es que quizá sea eso lo que da la pátina de tristeza a la novela: la soledad. La soledad que de un modo u otro han vivido todos los que se van de casa el tiempo suficiente para que, al volver, su casa ya no exista tal y como la conocieron. Han cambiado las cosas y las personas y han cambiado ellos. Los recuerdos solo pueden anclarlos a los recuerdos.

Lo más emotivo, curiosamente, se produce con la novela terminada: la dedicatoria final a su familia es preciosa, y la alusión al equipo con el que ha contado desde hace años (Pere Gimferrer, Elena Ramírez, la agencia Balcells en la que ya falta su fundadora…) impresiona (quizá porque me produce, lo admito, una envidia tremenda, pues Seix Barral es mi debilidad y el lugar donde uno siempre querría estar). Una suerte para las letras españolas que tanto talento pueda unirse con concordia para trabajar.

Dicho todo lo cual alguien podría decir «pues no parece una novela muy estimulante», pero se equivocaría. Mendoza escribe maravillosamente, con precisión, con una claridad tal que las ideas y situaciones avanzan a pasos agigantados pero con tal suavidad que cuesta percibir la velocidad. El avance cronológico va de la mano de un montón de saltos entre países que induce reflexiones interesantes y permiten observar la España del momento desde una perspectiva de la que se carecía en el interior, una perspectiva que pocos españoles tuvieron y que resulta enriquecedora.

         El negociado del yin y el yang –ciertamente, título más apropiado para las novelas de su detective loco que para esta- es una obra que merece la pena leer, que aporta más de lo que parece y que he disfrutado mucho porque tras leer El rey recibe ya sabía lo que podía esperar. Quizá el principal problema que a veces tengo, como supongo que le sucede más gente, es comenzar lecturas con alguna idea inconsciente –o con algún deseo- sobre cómo debe ser lo que me voy a encontrar. Un error. La mejor expectativa en literatura es no tener expectativas, dejarse sorprender.

  





lunes, 24 de septiembre de 2018

El rey recibe – Eduardo Mendoza






                Cada vez que Eduardo Mendoza publica una novela muchos preguntan es si es o no de humor. «Sí y no», vienen a decir las respuestas que he leído o escuchado en artículos y acciones de promoción, lo cual, una vez leído El rey recibe, me hace pensar en una ambigüedad calculada para no perder lectores, por más que haga falta ser muy tonto para dejar de leer a Mendoza.

                El rey recibe no es una novela de humor aunque, como en tantas otras –y más en las que tienen cierto tono autobiográfico- hay episodios que hacen sonreír y cierta historia (la del «rey») pintoresca y divertida, aunque en esta ocasión el humor llega desde una exquisita sutileza de la que carecen las novelas más gamberras de Mendoza. Me da la sensación de estar ante una de esas obras, como Mauricio o las elecciones primarias, que va a ocupar un puesto destacado en la estima del autor y no tanto –e injustamente- en la de sus lectores, más habituados a otro tipo de novela.

                El rey recibe es una obra buena pero extraña, fundada en los recuerdos de Mendoza, que se ha hartado de decir que como escribir unas memorias era un aburrimiento, le pareció mejor contar una historia ajena en la que plasmar recuerdos sobre la base de que la vida no es cómo fueron las cosas, sino cómo las percibimos y recordamos. Digo «extraña» porque al final la vida del personaje termina dando lugar, en la novela, exactamente a lo que acabo de decir: el relato de un pedazo de la vida de un joven barcelonés que, a caballo entre los años sesenta y setenta del siglo XX, primero trabaja en un periódico, luego en una revista y más tarde emigra a Nueva York. La consecuencia es que no hay que esperar ni tramas ni desenlaces en el sentido usual, porque no se trata de una historia completa, sino una parte de una historia que probablemente no conducirá a ningún sitio más que a conocer la existencia del protagonista. Eso es lo que explica la inclusión de episodios sueltos que parecen tener poca o ninguna influencia en el resto. Pero esto da igual. Lo importante son las reflexiones de Mendoza tanto sobre la evolución de la sociedad en esos años en paralelo a la evolución personal, laboral y familiar, como sobre un carácter que parece tener mucho en común con el suyo.

Sin embargo, Mendoza se ha cuidado de introducir un elemento que otorga a la novela cierto hilo conductor –bien que un tanto guadianesco- y relativamente humorístico: la presencia de un aspirante a rey de Livonia. Lo retorcido de la historia de Livonia –más un territorio que debe su nombre a una etnia que una nación y no digamos ya un estado- sin duda explica la elección. Se puede aspirar a reinar en lugares extraños, pero como Livonia, pocos. El «rey» vive exiliado en todas partes, dándose unos aires que casan mal con sus medios, y más defendiendo su condición desde las revistas del corazón que desde la política. De ahí que sea en calidad de reportero rosa como el protagonista toma contacto con el «monarca» y con cierta dama a la que ayuda a poner en marcha una moto. Sus nombres, por cierto, son la mayor concesión al Mendoza de las novelas de humor. A partir de ahí, el «rey» aparece y desaparece de modo un tanto caprichoso, sin que lleguemos a saber por qué, y enreda al protagonista en un par de compromisos cuyas consecuencias, si las hay, quedarán para las siguientes novelas de la trilogía.

Y es que El rey recibe es la primera de una trilogía que lleva por nombre «Las tres leyes del movimiento» y que, por lo que se puede deducir de lo dicho durante la campaña de promoción, será lo que es esta novela: una suerte de historia como excusa para rememorar numerosos episodios históricos o no desde la fidelidad no a los hechos, sino a los recuerdos. También, y no es menos importante, se rememoran ideas, prejuicios que una vez imperaron, visiones, tópicos, el modo en que uno, desde su propio yo se enfrentaba a las ideas preconcebidas a medida que se abría al mundo y estas evolucionaban a medida que lo hacían las personas. Probablemente haya que esperar a leer toda la trilogía para hacer un juicio más preciso de esta novela, pero la cosa apunta alta.

De lectura sumamente agradable, interesa sin apasionar. No es una crítica, sino lo contrario: es un gran mérito del autor porque, precisamente, si algo se esfuerza en destacar del protagonista es que, siendo un tipo más o menos formado, culto, inteligente y movido por cierta curiosidad vital, es también un hombre prudente, en cierto modo vulgar, anodino, poco amigos de las locuras y con cierto hálito, ante los demás, de ser un tipo aburrido. Alguien a quien se respeta y admira, pero con quien no se cuenta cuando se buscan emociones fuertes. Lo suyo es ver, no ser visto, lo cual, unido al tono reflexivo de una historia contada desde el recuerdo, traslada al lector un sentimiento entre melancólico y triste que a menudo no se corresponde con los recuerdos del narrador, aunque la realidad es que Mendoza traslada todo magistralmente: cuando Rufo Batalla, el protagonista, nos dice que era feliz en tal o cual situación, no debemos dudarlo a pesar de tener una sensación distinta, sino que más bien debemos recordar que quien nos habla no es Rufo desde aquel pasado, sino desde el presente; el Rufo que, muchos años después, recuerda. La felicidad del pasado puede fundamentar la melancolía del presente. En resumen, que el lector debe hacer el esfuerzo de comprender al narrador, de ponerse no solo en el pellejo del narrador en los sucesos que se cuentan, sino en el del narrador en el momento en que narra.

Una prosa eficaz, limpia, concisa y con una riqueza que llega al lector con sencillez. Da gusto cómo escribe Mendoza, cómo domina desde el estilo «rococó» de sus detective loco hasta la exquisita llaneza de El rey recibe.