Escrita en 1939, La señorita Hargreaves
cuenta la historia de Horman Huntley, veinteañero y aprendiz de organista en la
catedral de la ficticia ciudad inglesa a orillas del Támesis donde transcurre
la mayor parte de la acción.
La novela comienza con un viaje de
placer de Norman y su amigo Henry . Visitando una iglesia en un pueblo perdido
en Irlanda, por gastar una broma a un pobre hombre se sacan de la manga a una
tal señorita Hargreaves, octogenaria a la que atribuyen toda una serie de
circunstancias y manías. Cuál no será la sorpresa de ambos cuando la señorita
Hargreaves se materializa en sus vidas tal y como la han imaginado.
Y a partir de aquí, la confusión
entre la realidad y la ficción, y, si se quiere, la posibilidad de reflexionar
sobre cómo nuestras propias creaciones se adueñan de nosotros e incluso,
llegado el caso, pueden llegar a independizarse o a volverse en nuestra contra.
En algún sitio he leído que es una reflexión sobre el proceso creativo, pero
aunque puede interpretarse así y, sin duda, algo de eso hay al menos como
inspiración, no es menos cierto que la literalidad del texto nos sumerge en una
especie de “realidad mágica” en la que lo imposible toma cuerpo.
La primera mitad de la novela se
hace lenta, aunque no sé si esa lentitud es precisa para asentar a un personaje
irreal entre los reales; luego, a medida que pasan las páginas las cosas van
ganando vistosidad e interés, llegando a un final interesante, en el que –al margen
de la solución que se da al problema- cabe plantearse la pregunta del papel
de la destrucción en los procesos de creación, de hasta qué punto el creador es
dueño de lo creado, y, por tanto, de si debe soportar o no todas las
consecuencias de sus propios actos. El final en sí también permite pensar que lo creado
ahí está, ahí queda para bien o para mal. Cervantes “mató” a Alonso Quijano,
quien ya había repudiado a don Quijote, pero don Quijote sigue vivo, sigue
siendo real. Como a lo largo de estas páginas es real la señorita Hargreaves, y por haber sido real una vez, lo sigue siendo después.
Un último apunte: ojo al padre de
Norman. Un personaje secundario a recordar. Un librero que va a la suya, que
jamás contesta directamente a una pregunta (y pocas veces lo hace
indirectamente), bajo cuya apariencia de hombre permanentemente abstraído se
oculta una mente sagaz y, a la vez, vulnerable.
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