Por
algún motivo se me había metido en la cabeza que Prisioneros en el paraíso (publicada originalmente en 1974, pero no editada en español hasta
2012) era una novela de humor. Y no lo
es, aunque a lo largo de sus páginas hay varios momentos que hacen sonreír (y
alguno hasta reír) como consecuencia del contraste entre los miedos y
aspiraciones de los protagonistas y la prosaica realidad.
Prisioneros en el paraíso es la
historia de un grupo de enfermeras, médicos y leñadores finlandeses y suecos,
así como de un periodista finlandés –el narrador- y la tripulación británica de
un avión, que comparten un vuelo. En su mayor parte se dirigen a realizar una
actuación de cooperación en la India en el marco de la ONU. El avión, a consecuencia de una
tremenda tormenta, pierde el rumbo y pronto pierde algo más: primero un motor,
y luego la capacidad de volar. A consecuencia del accidente, el pasaje casi al
completo se encuentra de pronto en una playa lindante con la selva, en una isla
indonesia que no saben situar en el mapa, una isla lo bastante grande como para
no poder abarcarla.
No son robinsones, aunque pueda parecer lo contrario, porque para empezar viven en
comunidad. Y este es el elemento más importante de la novela: la creación de
una comunidad con sus reglas de convivencia y, sobre todo, con el reparto de
trabajo. Como al final se dice, es una sociedad casi puramente socialista, en
la medida en la que todo es de todos y cada uno solo dispone de una cosa: su
capacidad de trabajo. De alguna manera aplican el de cada uno según su capacidad y a cada uno según su necesidad,
aunque obviamente a este resultado no llegan ni de forma natural ni pacifica,
sino por una mezcla de raciocinio y autoridad que desemboca en esta modalidad de contrato social. Y eso es así porque el
interés particular, que pronto asoma, enseguida amenaza con ser la perdición de todos. La
adaptación al medio y la adaptación los unos a los otros es de lo más
interesante, aunque la historia está dulcificada como consecuencia de una serie
de afortunadas casualidades, la menor de las cuales no es la presencia de tanto personal con
formación sanitaria de una parte y de leñadores por otra. Ciertamente, si los
llegados a la isla hubieran sido empleados de banca, taxistas o dependientes, la
historia no hubiera sido la misma.
La
segunda cuestión que llama la atención es el ingenio no solo para resolver las
cuestiones cruciales de la supervivencia, sino el hedonismo al que, una vez
resueltas estas, no renuncia el ser humano. Y de ahí la alusión al paraíso del
título, porque llega un momento en que el grupo, a fuerza de inteligencia y trabajo,
consigue estar tan bien que varios de sus miembros comienzan a considerar una
locura volver a Europa, porque todo en el modo de vida occidental se ha
transformado, a sus ojos, en una pérdida de tiempo; y digo pérdida de tiempo en
sentido literal: en occidente utilizamos nuestro trabajo (es decir, el tiempo de nuestra vida) para
conseguir toda una serie de cosas que en realidad no necesitamos; o lo que es
lo mismo: malgastamos una gran parte de la vida.
Aunque
hay situaciones difíciles, sí es cierto que la novela, sin ser humorística,
está escrita en un tono ligero. Que el narrador sea uno de los
accidentados ya augura que al final todo vuelve a su sitio, pues de otra manera
no hubiera podido escribir la novela; esto permite sortear la angustia (poco
presente para lo que podría esperarse) y centrarse en las cuestiones prácticas, por supuesto sin renunciar a relatar las situaciones cómicas.
Dicho
de otro modo, y volviendo al principio: no siendo una novela de humor, no cabe
duda de que Prisioneros en el paraíso
deja un regusto simpático, de que el lector se divierte. Y hasta se le apunta más
de una excusa para ponerse a pensar, aunque no le ofrezca ninguna conclusión.
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