La literatura sueca ha evolucionado de moda a plaga. Aunque
lo de evolucionar es un decir. La causa, que la mayoría de los best sellers no llegan
a serlo por motivos literarios sino comerciales. Si mañana un par esquimales
colocaran sus novelas entre las más vendidas durante unos cuantos meses, los
próximos años las grandes editoriales se lanzarían a la busca y captura del
esquimal, y en sus periódicos, coincidiendo con cada publicación, les harían
reportajes durmiendo en un iglú.
De la “fórmula best seller” forma parte, con frecuencia, un
protagonista con quien se pueda identificar el lector medio (es decir, alguien
capaz de pagar alrededor de veinte euros por un libro). Por eso los
protagonistas son personas de clase media y maduritos (aunque la edad irá
avanzando; y si no, al tiempo). Además, también es frecuente que el
protagonista sufra “grandes problemas”. ¿Y qué problemas puede tener la clase
media acomodada y madurita? Laborales y/o afectivos (los problemas de salud no venden, no
son agradables, los leves no dan para una novela y los graves no soportan la
superficialidad del best seller). Laborales o afectivos porque los follones aledaños abren nuevas posibilidades y, con ellas, la
perspectiva de comer perdices, que es lo que busca el lector de este tipo de best sellers: pensar que la aventura con final feliz todavía es posible.
Y en esas estamos en Las
manos más hermosas de Delhi. Un caballero sueco, ya cincuentón, está
traumatizado con su separación (y para demostrarlo, elaboradísimo recurso,
constantemente cuenta los años, meses y días transcurridos desde entonces).
Para colmo, lo echan del trabajo (por vago, por haberse acomodado y por no
hacer más que pensar en fútbol). ¿Y qué va a hacer él, pobrecico, cuando se
creía todavía joven y descubre de golpe que los más jóvenes lo tienen por una
reliquia?
Hacer, hacer, no hace nada. Pero un amigo un tanto alocado,
guía en una agencia de viajes
salchichera, se lo lleva de viaje a India
para que piense en otra cosa. Y pensar no piensa mucho, al menos a lo largo de
las cien primera páginas, desértica extensión precisa para contarlos lo que a
nadie puede sorprender: que unos compañeros de viaje son gordos, otros
graciosetes, otros intrascendentes, y que hay que ver cómo sorprende el
contraste de colores, olores, caos, pobreza y mentalidad. Y que nadie tema: la
típica diarrea de los turistas también está presente.
Llegados a ese punto, el protagonista se instala en Delhi en casa de un indio de buena
posición social, demasiado bienintencionado para ser creíble, bastante
caricaturesco y que, por fortuna, aporta cierto toque de humor sobre la base de una filosofía vendida como “buscar al dios
interior” que también podría traducirse por “no hay mal que por bien no venga”,
aunque esto solo es cierto, en según qué circunstancias, cuando se echa un poco
de cara dura a la vida. Este modo de ser le lleva a maquillar las mentiras de
forma que no lo parezcan. Y tiene otra gracia el caballero: es muy dado a decir
que tal o cual cosa es la mejor tal o cual cosa india del mundo.
Después de ciento cincuenta páginas, pese al elevado número
de dioses indios, quien interviene es Cupido. El protagonista ha conocido a una
señora que le ha hecho la manicura en un hotel de lujo, una señora casada y
pudiente, y no se la puede quitar de la cabeza. Bueno, algo más que pudiente,
porque su marido ha perdido la cuenta de las grandes empresas que posee. A
partir de aquí, lo clásico: ¿se la llevará al huerto? Y si lo hace, ¿qué
ocurrirá si los descubren?
El sueco, además, encuentra dentro de sí a un hombre nuevo. O mejor sería afirmar que pese a lo que temía, se da cuenta de que no es tan carcamal, de que a los cuarenta y a los cincuenta "todavía hay esperanza". Es decir, el amor hace de él un tipo que va al gimnasio y está dispuesto a
trabajar dando lo mejor de sí mismo. Tan dispuesto que hasta encuentra trabajo como corresponsal
independiente en un santiamén. ¿A alguien se le ocurre algún reportaje que
pueda hacer un occidental en India? No voy a decir más. Si dijera el tema, la
historia es tan previsible que destriparía lo poco que tiene para destripar.
En
resumen poca chicha y nada tan interesante –ni siquiera el exotismo indio que
parece un reclamo- como para que merezca la pena leer casi cuatrocientas
páginas.
¿Y
entonces por qué las he leído? Porque me lo recomendaron, y no un enemigo. Así
que algo tendrá este libro que yo no he sabido ver. En consecuencia, mejor me hubiera ido haciéndome el sueco.
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