Decía en el
primer artículo de esta sección que el humor implica, en general, despojar a
las cosas de lo superfluo, reducirlas a su verdadera dimensión, surgiendo lo
cómico del contraste entre lo que de verdad son las cosas y lo que parecen, y
dándose el caso de que casi todo es menos importante de lo que aparenta.
Luego lo
opuesto al humor no es la seriedad, sino la solemnidad. Porque la función de la solemnidad es crear una
apariencia de importancia. Justo lo contrario de lo que consigue el humor.
La
consecuencia es que nada más sencillo para quien quiere divertirse
que la solemnidad, porque todo lo artificial puede desmontase: el manto
de armiño que cubre a un rey, es, objetivamente, un pellejo peludo haciendo
sudar la gota gorda a quien va debajo. Y es que como las cosas son lo que son, la
solemnidad precisa de la simbología, que no es algo intrínseco a nada, sino que
está en la mente de quien mira. Por eso basta olvidar el simbolismo para que
toda solemnidad devenga ridícula y transforme al solemne en mamarracho.
Es más: al
ser artificial la solemnidad cualquier añadido imprevisto (y, por imprevisto, “natural”)
acaba con ella. Si los tropezones de los capitostes mundiales al subir o bajar
un escalón son siempre noticia es porque los despojan de toda solemnidad, demostrando
que, por mucha pompa que los rodee son un hijo de vecino más, con los huesos
igual de duros o blandos que el resto.
Todo esto lo
digo sin querer ser malo. Porque si lo fuera añadiría que la solemnidad es
también el disfraz que los más torpes y acomplejados utilizan para intentar
disimular sus carencias. «Si soy solemne, soy importante», es su idea, pese a
que el concepto de solemnidad exige exactamente lo contrario: otorgarla solo a
lo verdaderamente relevante, para evitar que se confunda con lo que no lo es. Pero
aunque en el mundo hay muy pocas cosas importantes, la cantidad de idiotas y
pobres diablos que creen serlo supera a cuanto quepa imaginar. Eso sí: quienes
escribimos humor a menudo, nunca lo agradeceremos lo suficiente.
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