España, 1917, y, más en concreto, Villabruna, una pequeña ciudad ficticia donde “la gente bien” vive en un mundo y “la gente menos bien” en otro; entre los primeros, unos tratan de aparentar y otros de trepar. En esta plácida ciudad vive Evangelina, o Eva, como habitualmente la llama el autor; una mujer joven, de muy buen ver, sin hijos, casada con un respetable carcamal.
Estando Eva más excitada que preocupada por el pasado baile con un apuesto teniente, su sobrino, un niño de corta edad, señala un caballo y pregunta por qué va desnudo.
Lo que la buena señora ve al mirar los bajos del caballo es lo que llevan los caballos en los bajos. Y tan indecentes e indecorosos le parecen tamaños colgajos que cree la ciudad poseía por Lucifer. A esa señal se acumulan otras, derivadas de la interpretación más o menos forzada de sucesos cotidianos. Eva no necesita más para, de forma prudente y cauta (porque Eva es prudente y cauta), comenzar una cruzada contra la indecencia animal.
La locura encuentra cierto eco en la asociación de Pías Damas a la que pertenece, y en eso se hubiera quedado la cosa de no advertir todas, en dos atardeceres, sendas nubes en las que reconocen la figura de un caballo desnudo. A su juicio, una inequívoca señal ultraterrena que confirma lo denunciado, confirmando a Eva, de paso, como “la elegida” por la Providencia para mostrar a Villabruna el camino de la salvación y, desde Villabruna, salvar el mundo.
Lo que sucede a continuación es digno de recordar: los más escépticos son condescendientes, porque nada tienen que ganar oponiéndose a la cruzada; los más entusiastas se dividen entre los ingenuos y quienes ven llegada la ocasión de ganar influencia, protagonismo e incluso alcanzar la posteridad; tampoco faltan oportunistas que tratan de lograr sus respectivos intereses, económicos o amorosos, que de todo hay. Y unos lo hacen con la vista puesta en el éxito de la cruzada y otros en el fracaso.
En medio de todos, Eva no es más que un alma cándida obsesionada por el pecado. Y la pobre vive rodeada de una fauna mucho más prosaica: su director espiritual, envanecido por la posibilidad de haber creado una santa; su marido, que bastante contento está de haber conseguido casarse con una mujer tan guapa y buenaza; alguna que otra amiga para la que la tentación es más oportunidad que riesgo; y algunos de los oficiales del acuartelamiento, más preocupados por conquistas afectivas que militares. Como nadie le lleva la contraria y las nubecillas han dado un halo de realidad a la chifladura, Eva queda en el centro de todas las miradas, y de ahí que también le salga algún que otro admirador, lo cual la turba no poco porque, para su desconsuelo, hay un hombre al que desea, que ya se sabe que el diablo no descansa. La forma en que Eva espiritualiza la tentación es digna de señalar.
La novela sigue el discurrir de esta pintoresca cruzada desde sus albores hasta el momento en que debe institucionalizarse. En el fondo todos, excepto Eva y pocos más, desde el escepticismo cuando no la rechifla contenida, asisten expectantes al aparente éxito del asunto, aunque es obvio para el lector y la mayoría de los personajes que la locura crecida al calor de las relaciones de unos pocos integrantes de “la gente bien” difícilmente va a poder convencer a nadie más allá de Villabruna. La “institucionalización”, por tanto, es el momento crítico en que todo prosperará o se vendrá abajo.
Pero lo que se viene abajo es, sin embargo, el mundo de Eva: los acontecimientos la arrastran y acaba viendo que el caballo desnudo no era ningún cuadrúpedo, sino el mundo alrededor. Pero esto ocurre en un rápido final del que solo cabe extraer una conclusión: que el caballo desnudo es el hombre, y que la santidad más consiste en vivir de acuerdo a los propios sentimientos –por más que sean contrarios a las convenciones sociales-, que de acuerdo a la opinión ajena. El caballo desnudo es, en realidad, lo que somos; y “el qué dirán” la gualdrapa con la que se oculta lo que no por esconderse deja de existir.
Y ahí tenemos la razón por la que en la novela se respira un constante aire entre erótico y sensual: porque nunca la tentación está tan presente como cuando existe la obsesión por escapar de ella.
Si la historia es buena, no lo es menos el lenguaje y el tono triunfalista y moralizante propio de las exaltaciones oficinales de la época (la novela está escrita en 1969). Cierto es, sin embargo, que la afectación del tono obliga a una lectura más atenta. A cambio, permite una ironía y una mordacidad que dan un permanente toque de humor; lo cual me da la excusa para decir que El caballo desnudo también es una novela de humor. Aunque es mucho más, una brillante reflexión sobre la mezquindad humana y sobre a quién debe lealtad el individuo: si a sí mismo, o a la sociedad.
Lo estoy leyendo y no paro de reír. Tiene gracia por arrobas y si algo tiene de malo es que todos esos disparates eran posible en la España de principios del siglo pasado.
ResponderEliminarEs una pena que no sea una obra más conocida.
ResponderEliminarA mí tb me gustó mucho. A veces, miro a mi perrita y pienso: pero si va desnuda!...ja, ja,ja... a un autor que quiera contar algo no le hace falta argumento. Basta una mirada reflexiva a la vida. Un saludo.
ResponderEliminarQué razón tienes. Aunque a veces me da la sensación de que ni siquiera hace falta mirar: llevas las cosas en la cabeza y las ves allá donde mires.
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