Una voz autorizada me dijo en Twitter que esta obra era un tostón, pero mi desautorizada voz os dice que me lo he pasado muy bien leyendo sus poco más de mil páginas, y eso a pesar de no pude leerlo en las mejores circunstancias.
Los papeles póstumos del Club Pickwick, publicada en la prensa por entregas cuando Dickens tenía tan solo veinticuatro años, es una delicia humorística que apenas cuenta nada, razón, quizá, por la que es tan agradable.
Se trata de una obra que tiene mucho de quijotesca, porque su protagonista, el señor Samuel Pickwick, un rentista a las puertas de la vejez, demasiado rico como para confundirse con los pobres y demasiado pobre para ser alguien relevante socialmente, decide, por puro y desinteresado interés antropológico, viajar para dar cuenta a la posteridad de costumbres y datos de cualquier naturaleza acerca de sus congéneres. En su atrevida odisea –que en realidad consiste en ir a la vuelta de la esquina- se hace acompañar de tres jóvenes amigos cuya personalidad, a pesar de protagonizar algunos capítulos, queda pobremente reflejada.
La intención de Pickwick, sin embargo, dura poco. Apenas hay tiempo para sonreír viendo con el interés antropológico, limitado a las extravagancias o manías que principian y finalizan en el Perico el de los Palotes de turno. Pronto el señor Pickwick y sus amigos se olvidan de su magna tarea para transformarse -que da mucho mas juego- en un grupito de desocupados cuya máxima preocupación es pasarlo bien viajando de acá para allá, conociendo gente, enamorándose algunos, y comiendo y bebiendo todos con tal voracidad que, en aras del realismo, bien hubiera hecho Dickens en dejar constancia de su peso en la primera página y en la última. Las idas y venidas permiten, además, combinar el ambiente urbano londinense con los ambientes rurales.
Si Pickwick –un hombre honesto, bueno y con un elevado sentido de la ética y la justicia- es el don Quijote de esta historia, su Sancho Panza es su criado, Sam Weller, un hombre algo bruto, extraordinariamente práctico y todo lealtad, que opone a su amo un contrapunto de realismo, audacia y ramplonería.
¿Y de qué trata la obra? Pues, como he dicho, de las correrías del grupo. Algunas son independientes, unas enlazan con otras y, en conjunto, no puede decirse que cuentan nada concreto; pero entretienen y mantienen, ¡a lo largo de más de mil páginas!, un constante tono de humor, liviano y agradable, que permiten una lectura ligera que hace al lector olvidar la realidad sin complicarse la existencia con nuevos pensamientos.
Junto al protagonista y su corte de amigos y criado, un montón de secundarios curiosamente mejor dibujados que los amigos. Entre ellos, el señor Jingle, un caradura caracterizado por su lenguaje entrecortado que aparece y desaparece en lo que parece la promesa de un protagonismo que no acaba siendo tal. O el niño gordo que se queda dormido hasta de pie, o la solterona Wardle, o los estudiantes juerguistas e irreponsables, o las jóvenes damiselas que hacen tilín y tolón, tan simpáticas y decentes, aunque algunos malos entendidos puedan perturbar su intachable fama, o la pintoresca peripecia de sufrir voluntariamente, por cabezonería, una institución, la cárcel por deudas, que Dickens conoció a través de su padre y que siendo historia común y viva del siglo XIX hoy nos suena tan pintoresca que merece la pena conocerla a través de esta obra mejor que a través de cualquier novela histórica firmada hace dos días.
Y es que, como me dijo otra voz autorizada, «si quieres conocer el siglo XIX, lee a Dickens»
Un clásico diferente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario