Explícita, dura, divertida, cínica novela publicada en 1978 por un autor que sabía de qué hablaba, porque es médico y esta novela transcurre casi íntegramente en un prestigioso hospital cuyo nombre da título a la novela: La Casa de Dios.
¿Alguna vez os habéis preguntado cómo son los primeros días de un médico en su trabajo, atenazado por la inexperiencia, la escasez de medios y la necesaria adaptación al entorno? Esta novela, que transcurre en los años 70, relata las correrías iniciáticas del narrador y protagonista y de unos cuantos de sus compañeros, al tiempo que de un modo ameno, divertido y descarnado ofrece una visión crítica de los hospitales y de la medicina, que es lo mismo que decir de los médicos.
La fauna en un centro hospitalario tiene una primera gran división: sanitarios y pacientes. Entre los sanitarios existe una jerarquía férrea pero no completamente estable; las enfermeras y el personal auxiliar tienen una vida más sana y alegre, en gran medida porque sus ambiciones laborales tienen un techo cercano; no ocurre lo mismo con los médicos, porque mientras unos piensan en curar, otros lo hacen en ascender, en ser «más que», propiciando un ambiente manifiestamente mejorable al tiempo que se preocupan de demostrar su posición jerárquica con quien quiera que esté debajo. El protagonista cae bajo la dirección de un médico, apodado «el Gordo», que comienza produciendo rechazo al lector por parecer monumentalmente cínico; sin embargo, conforme pasan las páginas se le llega a comprender mucho mejor y darle la razón. La influencia del Gordo –con las despectivas clasificaciones que hace de pacientes y su clarísimo objetivo de trabajar lo menos posible- planea durante toda la novela y condiciona la evolución del protagonista y sus compañeros novatos, evolución que implica el peregrinaje por varias secciones del hospital a lo largo de un año.
La visión del Gordo coindice con un dicho con el que bromea con frecuencia un amigo mío médico: la medicina es el arte de engañar al paciente mientras la naturaleza sigue su curso. De lo cual se deriva que, en opinión del Gordo, en la mayoría de los casos lo correcto, para un médico, es no hacer nada; lo cual se traduce en que hay que «largar» a otra parte a aquellos enfermos «inmortales» (ancianos capaces de aguantar casi cualquier cosa siempre que no se les someta a tratamientos médicos que acaban alterando su naturaleza) y, por otra parte, es inútil aplicar cualquier tratamiento a quienes van a morir sí o sí. Esto, unido a la utilización de una jerga chabacana para referirse a los pacientes y a los métodos para tratarlos produce inicialmente esa sensación de cinismo que, conforme avanza la historia y se detallan las cosas, evoluciona a sensación de sensatez, entre otros motivos porque hay cosas que o te las tomas con humor o son insoportables.
Y así, sin darme cuenta, he dejado apuntada la división del segundo grupo de la fauna hospitalaria: los pacientes. Divididos en «goomers» (inmortales mientras los médicos no se empeñen en curarlos) y quienes están sentenciados sea cual sea el tratamiento. Los primeros son crónicos y llegan a tener una relación larga y fluida con el personal sanitario; la relación con los segundos es más complicada, porque se les van de las manos incluso emocionalmente.
Entre medio, las relaciones entre médicos están marcadas por las ambiciones de unos cuantos de ellos, pero no así las de los médicos con las enfermeras, mucho más sana y libre, hasta el punto de que el sexo no es la menor ocupación entre ellos. Si lo es por apetencia o como liberación del estrés, cada lector tendrá su opinión, aunque yo diría que el autor considera ambas, y de modo secuencial: lo que comienza por la atracción acaba transformándose en un consuelo.
Una novela muy buena, larga, entretenida, original, con muchísimo humor necesariamente negro y no pocas veces desgarrado, y que traslada maravillosamente las actitudes ante la vida y los problemas –sobre todo el estrés- a los que deben hacer frente quienes están entre la espada de la salud de un paciente y la pared de sus propias capacidades y de un sistema con unos recursos materiales limitados y unos recursos humanos que además de limitados tienen todas las rarezas, manías, complejos y defectos posibles.
Cuarenta y cuatro años después de su publicación sigue reeditándose y vendiéndose. Con razón. Lo que cuenta es casi intemporal.
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