Con cada libro que leo de Ignacio Martínez de Pisón se refuerza la idea de que es uno de los más grandes escritores de su generación. Y leyendo Carreteras secundarias, una de sus primeras obras, esta idea se refuerza. Publicada, si no me equivoco, en 1996, cuando el autor tenía solo 35 años, es una obra sólida, compacta, muy bien estructurada y muy bien escrita, con un lenguaje rico que no impide que la lectura sea liviana, y en la que demuestra su capacidad de penetración psicológica.
Escrita en primera persona, narra las desventuras, en la España de 1974, de un chaval, un adolescente huérfano de madre, que vive con su padre; el cual es un pobre desgraciado que se da aires de importancia para tratar de engañar a todos, comenzando por sí mismo y por su hijo, y ver si fingiendo ser lo que no es consigue llegar a serlo.
El padre, que es tan protagonista como el hijo, muestra la visión que tiene de sí mismo a través de su posesión más preciada: un Citroen Tiburón, un coche de postín que traslada una idea de lujo y modernidad, aunque el hecho de que sea de segunda mano ya indica que el propietario no es tan boyante como intenta aparentar.
El modo de vida de la pareja es peculiar: van dando tumbos de acá para allá, viviendo en la costa en invierno porque los alquileres son baratos, y donde pueden en verano; el padre ha tenido algún que otro amorío, y ahora anda con una cantante lírica de tres al cuarto de la que es también representante; pero, como puede suponerse, esos trabajos improvisados que aspiran a ser un maná pronto alcanzan sus raquíticos límites, y padre e hijo se ven abocados a una picaresca que el padre intenta ocultar porque desea mantenerse digno a los ojos de su hijo. Cosa, claro, no muy sencilla.
Ese modo de vida aumenta poco a poco la desesperación del padre a medida que debe ir sacrificando su dignidad, y a medida, sobre todo, en que va siendo incapaz de ocultar a todos su creciente indignidad. En paralelo, su hijo, protagonista y narrador, va creciendo, comprendiendo, y distanciándose del padre.
Esta distancia muestra el fracaso vital del padre: toda la vida tratando de mantener las apariencias, de hacer creer a su hijo que tiene un padre brillante, de cometer ocultas indignidades en aras de mantener esa apariencia de dignidad que es lo único que tiene… Y claro -al final el hijo no es tonto-, cuando el padre de da cuenta de que su hijo se da cuenta de todo las cosas empeoran rápidamente porque ya no hay motivos para disimular.
Y, sin embargo, sí hay un motivo para la esperanza: que el hijo pueda llegar a comprender al padre, lo que, entre otras cosas, exige madurar. Y madurar exige que la vida te madure.
Una historia a un tiempo tierna, divertida, dramática, dura y con un final esperanzador en el que, más allá de lo feliz, el lector puede comprender que a veces la huida es una forma de recuperar la dignidad.
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