Que las novelas de Louise Penny protagonizadas por Armand Gamache deben ser leídas en el orden de su publicación es un dato especialmente relevante a la hora de leer Un destello de luz, novela donde los desaguisados nacidos en la anterior, Un bello misterio, juegan un papel esencial.
Pero en Un destello de luz no destella ninguna luz, más allá de que Penny sabe atrapar la atención del lector y hacerle disfrutar de un universo (el de Three Pines y del propio protagonista) hogareño y ya conocido. En realidad, es la novela más peliculera de la saga hasta el momento, con diferencia. Tanto, que el lector que se ponga pejiguero con el realismo puede salir zumbado: la trama es inverosímil y los ingeniosos recursos de los buenos solo son comparables en su eficacia a la torpeza profunda de unos malos de maldad casi secular que parecen inteligentísimos y que, además, disponen de los medios más sofisticados. Hecha esta salvedad, Un destello de luz es una novela que se lee como se ve una película de acción: todo sabemos que aporrear siete malvados a la vez y darle un susto al octavo haciendo piruetas en el aire es imposible, pero al héroe se le perdona; eso es lo que sucede aquí: el lector que ha llegado a estas alturas de la saga lo que quiere es ver a Armand Gamache y al resto de los personajes metidos en vericuetos (pues dada su edad, sus kilos y su pacífico carácter no están para piruetas); si esos laberintos son realistas o no, tanto en su planteamiento como en el modo de salir indemne de ellos, es lo de menos.
Penny utiliza en esta novela un truco muy manido pero eficaz: contar dos historias (o, mejor dicho, dos casos) en paralelo. A diferencia de lo habitual, no acaban convergiendo, pero es que su propósito es otro y se ve desde el comienzo: llevar a Gamache a Three Pines, ese pueblecito imposible a solo un par de horas de la gran ciudad, un remanso de paz que no aparece en los mapas, donde todos los vecinos son solidarios, educados y afectuosos, el lugar donde se retiraría san Pedro si un día dejara su puesto de portero celestial, la población entre boscosas montañas donde el tiempo no importa y todo el mundo vive feliz, tranquilo, plácido, con inaudita calidad de vida, siempre calentitos en medio de la nieve y sin despeinarse, porque allí nadie pega un palo al agua como no sea por afición. Con decir que bastan unas docenas de vecinos para que sobreviva una librería… ¡Y qué reconfortante resulta que cada pocas páginas un personaje introduzca un ceporro de leña en la chimenea para calentarse (y calentar al lector) mientras al otro lado de la ventana nieva desde hace horas!
Como es también habitual en la novela negra, una de esas historias es «el caso» propio de la novela concreta y «el otro», el que corre en paralelo, tiene que ver con los protagonistas y proviene de novelas anteriores. Truquillo que, aparte de para dimensionar la novela a ciertos niveles, viene de perilla para fidelizar al lector.
La novela comienza con dos sucesos cuyo primer interés es evidente: ver cómo se las ingenia la autora para relacionarlos entre sí y con Gamache: una conductora parece sufrir cierta claustrofobia en un túnel, y una anciana, antigua conocida de una de las habitantes de Three Pines, va a ver a ésta y luego incumple su promesa de volver, tras haberse despedido con una frase aparentemente banal pero para ella significativa. Con el segundo de estos mimbres Penny pone un anzuelo tan potente que por momentos resulta insoportable para el lector no saber más, aunque el mérito de Penny es escaso porque recurre al burdo truco de que todos los personajes saben lo que hay y el lector lo ignora simplemente porque a la autora no le ha dado la gana contarlo y, con toda desfachatez, los personajes se enteran de las cosas delante del lector pero el lector sigue en la inopia; al desvelarse por fin ese «misterio» el caso relativiza su interés (realmente el asunto es algo grotesco) y éste comienza a centrarse en las cuitas de Gamache, quien, como ya le dicho, en lo personal y profesional salió de Un bello misterio con una fea certeza.
Una novela entretenida, poco ambiciosa en lo literario y cuya complejidad en la trama –que la misma autora menciona en los agradecimientos- se ha solucionado con una enorme cantidad de «licencias» y saltos en el vacío. Hasta qué punto Penny ha hecho lo que ha querido y no ha sabido hacer más o hasta qué punto ha sido esclava de no poder escribir un tocho de muchas más páginas (Un destello de luz alcanza las 530) es una duda razonable. Por cierto, la nota final de la autora no se corresponde con estos reparos: suena eufórica, como si hubiera alumbrado el novelón de los novelones.
Termino volviendo a lo peliculero: cuando todo ha quedado aclarado, el happy end posterior es una ñoñería horripilante propia de los infectos finales que en las más mediocres peliculejas sustituyen al «y fueron felices y comieron perdices».
Pero oye, aunque con cierta irregularidad, Un destello de luz engancha.
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