Las aventuras del valeroso soldado Schwejk es una obra inconclusa que es, además de una gran novela de humor, una de las grandes novelas de la literatura checa y un fuerte alegato antibelicista y antimilitarista.
El sinsentido de la guerra y correlativo sinsentido de unos ejércitos que, hasta la Primera Guerra Mundial (el escenario de esta novela) estaban concebidos para combatir al modo tradicional, esto es, ejército contra ejército en frentes de batalla a ver quién es más bruto o más listo, el sinsentido de todo eso, digo, lo denuncia el autor a través de cientos de páginas donde los personajes deambulan de acá para allá, como el ganado que no puede marchar más allá del cercado, sin otro criterio que las órdenes confusas y no explicadas de ir, estar, volver, rectificar... Todo sin que nunca pase nada más que el tiempo; es decir, la vida que va quedando atrás sin hacer nada con ella. Unas vidas por completo a disposición de una causa, la causa, que nadie entiende y de la que los militares que rodean al protagonista ni siquiera son capaces de comprender el modo en que han de defenderla; de ignorancia en ignorancia se desemboca, por fin, en un principio fácilmente comprensible: hay que actuar porque «si no matas, te matan»; un principio útil para seguir vivo pero no demasiado risueño para justificar la existencia y la propia muerte. Sin embargo, la novela, hasta donde escribió su autor, no conduce al protagonista a la batalla, sino que la acción permanece en los larguísimos prolegómenos del reclutamiento, la retaguardia, el viaje al frente… Y, entre medio, los personajes con los que se topa Schwejk o, más bien los que se topan con él: un montón de militares, desde soldados a oficiales, cada uno de los cuales tiene sus peculiaridades y rarezas, exacerbadas por una situación que no controlan y que pueden sufrir o hacer sufrir a otros en función de su posición en la cadena de mando y de las bombas que les caen a la cabeza. Dicho de otro modo, la novela cuenta un larguísimo soportarse unos a otros sin que nadie pueda disponer de sí mismo, aunque sí, algunos, de los demás.
Aunque la peculiaridad de la novela y su constante fuente de humor radica en lo pintoresco de su protagonista: Schwejk es un majadero de tal calibre que su existencia, en condiciones normales, lo reduciría a la inútil condición de curiosidad zoológica, cuando no a la más común de muerto de hambre. Y, sin embargo, durante una parte de la novela el sinsentido de la guerra es tan absoluto que el lector duda si tamaño mentecato no es, en realidad, el más listo de todos. De hecho, al convencimiento de su simpleza llega uno a través de las escasas ocasiones en que el narrador renuncia a contar hechos y alude a las insensatas intenciones de Schwejk.
Si Sancho Panza sacaba de quicio a don Quijote contando refranes que unas veces atinados y otras no, Schwejk desespera a todos los personajes (y al final también al lector) contando, ante cada minúscula situación, la anécdota de alguien a quien una vez conoció o del que una vez escuchó hablar, al que le sucedió tal o cual disparate que viene o no a cuento pero que hacen de Schwejk un pelmazo antológico. Además, es un tipo tan conformado que es capaz de agradecer una tortura porque siempre encuentra motivo para decir que hay cosas mucho peores, como que te torturen en un calabozo más frío o húmedo. El resultado, al principio, es el de un personaje que parece tomarse todo a pitorreo cuando todos se toman todo en serio, porque se supone que una guerra es una cosa muy seria, lo cual lo conduce a Schwejk una situación de superioridad emocional desquiciante para el resto. Conforme avanzan las páginas uno comprende, ya lo he dicho, que no es que se tome nada a pitorreo, sino que, simplemente, es así de tonto.
Y cada tonto literario suele precisar un contrapeso sensato. El teniente Lukasch, de quien Schwejk es ayudante la mayor parte de la obra, cubre ese puesto con paciencia infinita. Su presencia es constante a partir de cierto momento, aunque poco llegamos a saber de él aparte de que es un tipo que se limita a soportar el destino y a Schwejk (si es que para él ambos no son lo mismo) con una flema digna de elogio.
Junto al antibelicismo de la obra es posible encontrar también cierta crítica a los nacionalismos (o a algún nacionalismo, porque Hasek fue nacionalista, además de bolchevique y sé cuántas cosas más), plasmada en la nefasta opinión que cada nacionalidad tiene de la otra (incluso aunque sea aliada) y en el modo en que tener una o otra establece jerarquías en las que los checos son siempre los últimos en ese revoltijo que fue el imperio austrohúngaro..
La novela está inconclusa, porque Jaroslav Hasek tuvo a bien morirse el 3 de enero de 1923, a los treinta y nueve años. Probablemente el sentido de la obra no hubiera cambiado mucho de haberse publicado las seis partes previstas (solo hay cuatro de ellas), aunque el final podría haber dado más fuerza en función de la opción que se eligiera sobre la suerte de Schwejk. Es lógico prever que al menos una de esas partes se hubiera desarrollado en el combate, pero hasta de eso se acabó librando el valeroso soldado Schwejk.
Una novela crítica, inteligente, bien escrita y con mucho humor que merece la pena leer, pero a la que hay que acercarse con unos días con tiempo libre, porque es más larga de lo que parece.
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