Brevísima
obra destinada a ser representada a modo de monólogo, que el propio Camilleri
iba a interpretar –dice el prólogo- en las termas de Caracalla unos días antes
de su muerte. El acto se suspendió debido al estado de salud de Camilleri. Una
pena, porque además esos días estaba yo por allí, y también acudí a una
representación en ese lugar maravilloso. Si Camilleri hubiera estado, no me lo
hubiera perdido.
Como toda
obra destinada a la representación, la lectura puede dejar un sabor u otro en
función de en qué tono se lea, del mismo modo que ese monólogo, puesto es
escena, gana o pierde enteros en función del actor que lo realiza.
Pero el
fondo, que al final es de lo que se trata, es una reflexión sobre los orígenes
del mal –no exenta de ironía y retranca- al hilo de su «fundador». O al menos
de su fundador en la tierra, Caín, porque antes de que liquidara a su hermano
Abel el monopolio del mal lo tenía Lucifer, pero el asunto no era de este
mundo.
Lo mismo
las excusas que Caín pone sobre el comportamiento de Abel que las distintas
versiones de su vida apoyadas en diversos textos y tradiciones, sirven al
monologuista, Caín, para defenderse. ¿Y cómo se defiende? Como le resulta
imposible el «yo no he sido» (es una lata que Dios lo vea todo) recurre a
lo que todos los humanos: la «defensa propia» en el sentido más amplio de la
expresión: la reacción a todo lo que nos hace hacer lo que hacemos.
Una
lectura brevísima y entretenida, de la que se puede sacar más jugo por las
reflexiones que induce que por las que realiza.
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