En el
grupo de amigos que de vez en cuando compartimos libros, alguien me ofreció
esta novela estimulándome a leerla con la siguiente alabanza: «Es corta». Laconismo
que, en nuestra jerga, significa: «Es una novela que ni fu, ni fa, pero con la
que se puede ocupar un rato tonto». El rato llegó tras leer varias muy buenas novelas.
La
crítica era acertada. Y el contraste con esas lecturas anteriores no ha hecho
sino acentuar la impresión.
Dice la
solapa que el autor fue director de El Mundo en Baleares hasta 2013, y que al
frente de su equipo destapó varios casos de corrupción. Con esa presentación y
a la vista de la sinopsis, que sitúa la acción en Mallorca en entornos
corruptos, esperaba algo distinto a lo encontrado.
Moscas,
con el decorado de una sociedad pueblerina y caciquil, es un desfile de
personajes estereotipados, comenzando por el protagonista, un inspector de
policía grosero en todo momento y brutal cuando puede, que se regocija por ser
tan cabestro y contagia su zafiedad al resto de personajes y, por extensión, al
narrador cuando pone pensamiento indirecto a todos ellos, e incluso más allá.
Mal andamos cuando la fuerza de los personajes nace casi exclusivamente del uso
de términos soeces y su jerarquía literaria y hasta moral del ingenio con que los usan.
También son arquetipos las
mujeres «tremendas» (en la terminología del narrador), por ejemplo, la jueza o
la esposa de uno de los personajes; bellezones, todos, que no dudan en usar su
palmito para nublar las entendederas del personal; bellezones, algunos, siempre
dispuestas a usar la cama para convertirse en mantenidas de los también típicos
malos malísimos, nuevos ricos sin escrúpulos obsesionados por el lujo y por esas
señoras «tremendas». Aunque, como es tristemente previsible cuando reina el
estereotipo, el malo más malo es además rico riquísimo pero no practica la
ostentación, lo cual demuestra su «astucia».
Hay también, pero de nuevo solo de
decorado, buenos buenísimos: los pobrecitos que ven cómo los trepas político-empresariales
engordan a costa de su honradez mientras las autoridades miran hacia otro lado
no sea que alguien les mueva el sillón aprovechando sus debilidades; sin
embargo, afortunadamente, quedan ciertos funcionarios intachables e irreductibles:
cuatro gatos que, a pesar de sus acomodaticios y débiles jefes, y con cierto
punto de fervor heróico tan mal dibujado que rozan lo tonto, luchan,
campeadores, contra los malos.
Para terminar, en el culmen de
los estereotipos, ciertas alusiones no justificadas por la trama permiten
adivinar al fondo los políticos chupasangres, que replican punto por punto a
esos nuevos ricos, pero con las ínfulas que da el poder.
Cierto
es que la realidad patria nos ha deparado un ingente número de corruptos que, a
fuerza de papanatismo e ignorancia han imitado los estereotipos con gran y
patético éxito, pero no por eso la novela es original ni interesante para una
historia que comienza con el asesinato de un periodista que investiga la
corrupción balear sin que su muerte suponga ningún «misterio a resolver», pues
casi de inmediato conocemos al responsable y la suerte que corre; el centro de atención queda entonces en una
especie de limbo, y en él se mantiene la acción, dando tumbos de una escena a
otra, entre fresco y fresco, sin llegar ni a centrar el objeto de la historia ni a generar curiosidad, aunque
si el lector se esfuerza advierte que la novela consiste en un recorrido museístico
por personajes y prácticas que oscilan entre lo inmoral y lo ilegal, y en el crescendo sobre cuántos malos hay hasta
en un pequeño y provinciano mundo y cuántas maldades comenten. Sin embargo, cuando
se aclara de qué iba la novela se comprueba que el crescendo no era tal, y se
desemboca en un final artificialmente sorprendente, pobre, infundado, irreal y
falto de verosimilitud; todo se deshilacha, el meollo era un meollín porque no hace
falta hilar fino cuando el final te lo vas a sacar de la chistera. Pese a lo sugerido
por la sinopsis y los galones de la solapa, se deja en paz a los verdaderos
protagonistas de la corrupción para limitar la novela a una poco ordenada
exhibición de groserías y violencia truculenta, con algunos personajes secundarios cuya presencia y
papel tiene menos que ver con la historia que con lo que a continuación voy a
decir.
Algo
ajeno a la literatura ha reforzado la valoración que hasta ahora he hecho de
esta novela: pasada la mitad de la lectura me topé con un personaje claramente
inspirado en una persona que conozco y que ejerce una profesión que
difícilmente yo podría conocer mejor. Ambas cosas me permiten decir que la
figura y andanzas del personaje (bueno, buenísimo) evidentemente son fruto de
una desinformación interesada a mayor gloria de sí mismo y, por tanto, en
inevitable detrimento de otros. Si el autor fue consciente de esa
desinformación o no, lo ignoro, pero me ha resultado imposible no sentir la
impresión de que también otros personajes secundarios serán hasta algún punto trasuntos
de personas reales y de que el maniqueísmo simplón con que todos son
presentados es una forma de usar la ficción para ajustar cuentas no con los
crímenes investigados, sino con aquellos a quienes un periodista tiene algo que
agradecer o reprochar. Mira a quién trata bien un periodista, y conocerás sus
fuentes.
Aunque
ajustar cuentas propinando o regalando estereotipos a la vez que se escatiman o
regalan páginas al margen de que el fulano pinte o no algo en la trama, casi
inspira ternura, y lo que claramente no inspira es interés alguno, ni siquiera
a título de chismorreo.
Seguramente
otros lectores tendrán otra visión. Yo puedo haberme equivocado en mis apreciaciones,
claro, pero son las que me ha producido esta novela, y uno lee para otra cosa.
Llegado a este punto, solo me
queda volver al principio y disculparme: la crítica de mi amigo fue, sin duda,
mucho más breve y mejor que la mía.
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