El día
que se perdió la paciencia fue el día en que comencé a leer esta novela. ¿Por
qué lo hice, si sobre su predecesora dije que era entretenida pero sin un nivel mínimamente digno de calidad?
Pues
porque el amigo que me prestó la cordura me trajo luego el amor. No muy animado por la experiencia de perder la cordura, fui aplazando la lectura del amor pensando que antes o después devolvería el libro sin leer, pero ocurrió que me picó la curiosidad. Un buen día, de improviso, me dio por averiguar la evolución de un autoeditado
devenido al sistema: ¿sería su primera novela en él más cuidada y trabajada que
la anterior, inicialmente autoeditada con todo lo que eso implica? ¿Se notaría en algo el cambio o, simplemente, la
editorial se limitaría a fusilar lo que quiera que el autor le hubiera entregado?
¿Aprovecharía el autor la ocasión para dar lo mejor de sí, mejorar e ir más
allá de su primera novela o se conformaría con hacer más de lo mismo?
El día
que se perdió el amor se perdió también la paciencia, la moral y la esperanza
en que el éxito de ventas sea utilizado por alguien para mejorar algo que no
sea su cuenta corriente. El libro es un lamentable calco del primero: del
título a los personajes y hasta la historia, un refrito que solo sirve para
aclarar el confuso final de la primera novela (El día que se perdió la cordura). Y como uno ya sabe por dónde van a ir los tiros, los deja ir tan
pancho.
Evidentemente escrita para quien ha leído antes la primera entrega, el autor usa con cierta habilidad recursos poco meritorios para provocar que el lector siga leyendo, recursos facilones, propios del mundo audiovisual, como terminar sus cortos capítulos con el horroroso susto de Fulatina cuando, jugándose quién sabe qué horribles consecuencias por estar de extranjis en tal o cual delicado lugar, la puerta se abre de sopetón, con gran ruido, dejando tenebroso y enfurecido paso a… A quien el lector sabrá cuando haya leído un par de capítulos más. Me dio la impresión de que la primera novela usaba mejor estos recursos simples pero siempre efectivos, y que ahora más parecen solo simples.
Evidentemente escrita para quien ha leído antes la primera entrega, el autor usa con cierta habilidad recursos poco meritorios para provocar que el lector siga leyendo, recursos facilones, propios del mundo audiovisual, como terminar sus cortos capítulos con el horroroso susto de Fulatina cuando, jugándose quién sabe qué horribles consecuencias por estar de extranjis en tal o cual delicado lugar, la puerta se abre de sopetón, con gran ruido, dejando tenebroso y enfurecido paso a… A quien el lector sabrá cuando haya leído un par de capítulos más. Me dio la impresión de que la primera novela usaba mejor estos recursos simples pero siempre efectivos, y que ahora más parecen solo simples.
El
argumento gira en torno a un rebaño de locatis, eficaces como unos robocops
cualquiera, que apiolan al personal femenino no sin antes anunciarlo con notitas firmadas
con dibujitos; y como igual nadie se entera, echan mano de una peculiar
repartidora para dar a conocer los papelitos, pero los papelitos nada más, que tampoco hay que pasarse de dar pistas. Los locatis –una secta muy
misteriosa y muy peligrosa y muy misteriosa otra vez, pero muy pero que muy
misteriosa- se la tienen jurada a una de las protagonistas de la
primera novela, sufrida dama cuyas cuitas causaron horrendos soponcios a su
empalagoso amado y dramáticas consecuencias a su asendereado papá, amén de
la chifladura de su mamá y de la «deslocalización» de la renacuaja de la
familia, devenida ahora diablesa en busca de la luz… o no. La historia,
evidentemente increíble –lo cual no es un pecado literario-, carece de toda verosimilitud
–lo cual sí lo es, y mortal- como consecuencia de unos personajes sobreactuados
que, posiblemente por falta de recursos expresivos, se pasan la novela
apretando el culo y jurando en plan Scarlett O´Hara de saldo contra su particular plaga bíblica. Especialmente exasperantes y
ridículos son los pobrísimos superlativos del Romeo; podría pensarse que el
autor quiso crear un personaje aborrecible de simple, cursi y pasteloso, un
agonías que ve el Apocalipsis a cada paso y sublima el dolor solo para seguir
sublimando el dolor; un inmenso tonto que confía en la fuerza de su amor para
que los balazos que le entren por la sien no le impidan rescatar a su amada media hora más tarde; podría
pensarse eso, digo, pero la lectura demuestra que no, que es que la cosa no da
para más.
Y esta
reseña, tampoco.
Inexplicablemente,
el mercado, sí. Incluso la historia va para serie televisiva.
Pero
bueno, dicen, y es cierto, que como las editoriales viven de la cantidad,
libros como este, que se venden hasta al gato, son los que permiten acometer
proyectos de más provecho intelectual para el lector. Ojalá así sea.
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