Un amigo
me prestó El día que se perdió la cordura. La leí impulsado por la curiosidad
de comprobar la calidad de una novela que había triunfado como autoeditada
hasta el punto de ser «fichada» por el mayor grupo editorial y de haber
alcanzado unas ventas astronómicas, según la faja: 150.000 ejemplares.
Y me he
encontrado con una novela que tiene una cosa muy buena, excepcional, y dos muy
malas, malísimas, horrorosas.
¿El
balance? La leí en dos días, así que supongo que es bueno, aunque, eso sí, El
día que se perdió la cordura solo da para entretenerse, lo cual no es poco pero
no basta para situar a esta novela en un nivel digno en cuanto a calidad.
¿Qué es
eso tan bueno que tiene? El dominio de la curiosidad del lector. Capítulos
breves que abren y cierran continuamente interrogantes de los que parece
depender la suerte de la historia. Esa es la clave: crear misterios que el
lector desea resolver de un modo acuciante y producir la continua sensación de
que la solución de tanto enigma está en la página siguiente. Una habilidad que,
en cierta medida, recuerda a El código Da Vinci. Los escritores que han querido
usar la técnica que hizo famoso entre otros a Dan Brown y han fracasado se
cuentan por millares. Javier Castillo, en cambio, ha demostrado una maestría notable,
ayudado, solo en parte, porque lo que durante muchas páginas parece solo una
novela de misterio acaba rozando, para mantener el suspense, con lo paranormal.
¿Cuáles
son las dos cosas horrorosas?
La
primera, el pobrísimo lenguaje. No es simple, ni sencillo, ni llano. Es pobre.
Demasiadas reiteraciones incluso de expresiones simplísimas. Incluso utiliza
mal algún términos.
La
segunda, un ineficaz uso de la gramática que hace sobrar cantidades ingentes de
pronombres, artículos y otros términos que no aportan belleza y sí información
redundante, aludiendo varias veces a una misma cosa en una sola frase. A pesar de lo
cual, en la sección de agradecimientos en autor agradece la edición realizada.
Cómo sería antes.
En
definitiva, que por más que la novela se haya vendido tanto sigue arrastrando
los peores vicios de la autedición, y justifica el repelús que a tantos lectores y con toda lógica, dadas sus características, nos produce el invento.
El
argumento entrelaza varias historias que se alterna por capítulos: la derivada
de la aparición, en Boston, de un caballero que va por la calle desnudo,
ensangrentado, y con una cabeza en la mano, situación que ocurre en la década
actual; otra, situada en los años noventa del siglo XX, en un pueblecito norteamericano
más o menos turístico, en el que se suceden cosas extrañas y aparentemente
inexplicables; la del caballero de la cabeza en los momentos previos a su
actuación estelar; la de uno de los personajes de la historia de los noventa
casi veinte años después y, finalmente, la historia de uno de los psiquiatras
que intervienen. No descubro nada si digo lo evidente en todos estos casos: que
todas las historias tienen algo en común y terminan convergiendo. Una estructura muy de moda desde hace tiempo.
Quién ha
muerto, quién ha de morir y, sobre todo, el misterioso por qué, son el motor
del argumento.
Ya digo: una
novela fantástica para entretenerse, pero pésima para disfrutar de la
literatura. En los primeros capítulos esto último me indignó tanto que a punto
estuve de dejar de leer, cabreado como una mona, y de mandar el libro al diablo;
sin embargo, terminó enganchándome.
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