Aunque
Terry Pratchett (1948-2015) ha sido uno de los novelistas de humor más
conocidos en las últimas décadas, no había leído nada suyo, problema que he
remediado comenzando por el primer libro de su saga más conocida, la del
Mundodisco, expresión que suena a discoteca ochentera pero que alude a un mundo
fantástico, con forma circular en vez de esférica, donde no rige ni la física
ni el sentido común, sino leyes bastante más sorprendentes y divertidas.
El
color de la magia es una novela que, por su argumento (las cuatro aventuras sucesivas
de un turista ingenuo, curioso y atrevido –llamado Dosflores- con un pintoresco
equipaje con patas y a quien se ve forzado a acompañar un mago de tres al
cuarto llamado Rincewind) bien pudiera ser juvenil; sin embargo, aunque el
argumento es el infinitamente repetido de dos personas metidas en problemas que
se las ingenian para escapar de ellos ayudadas por casualidades y circunstancias con un punto cómico, hay dos motivos poderosos para que
cualquier lector disfrute con esta novela: el prodigioso derroche de fantasía y el
sentido del humor. La fantasía de Pratchett es verdadera magia.
Contrariamente
a lo que he leído en algún sitio, El color de la magia no tiene nada que ver
con la ciencia ficción, y sí con la fantasía. De hecho, está más cerca de un
pasado fantástico que de un futuro prodigioso. La imaginación de Pratchett es
tan exuberante que se permite el lujo de lograr grandes efectos cómicos con sartas
de disparates que, sin fundamento ni contenido inteligible, son una
divertidísima parodia de cuanto asumimos sin entender en el mundo actual. Por
otra parte, el papel que atribuye a la magia, como una especie de fuerza motriz
del Universo, autónoma y solo sometida a sus propias reglas, tiene un indudable
atractivo, al margen de lo gracioso que resultan los vaivenes entre las
explicaciones de hechos grandiosos con otros domésticos, aunque a fin de
cuentas es lo que sucede en la realidad: las mismas leyes que rigen el cosmos
son las que permiten rascarse.
No
sabía dónde me metía cuando comencé a leer esta novela. Ahora sé que conviene
afrontarla no tanto con la intención de seguir un argumento (que en sí mismo es
bastante común, por no decir pobre, o una simple excusa para divertirse) sino
con el espíritu de quien se dispone a ver un magnífico espectáculo de fuegos
artificiales en el que, en cualquier momento, puede aparecer en el cielo una
broma que le hará reír o una parodia en la que reconocerá una crítica.
Por
cierto, como bien sabe cualquiera con un poco de fantasía, el color de la magia
es el octarino.
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