He aquí
una novelita publicada en 1934 en la tradición del humor inglés de principios
del siglo XX, que en parte recuerda a Wodehouse, esa clase de novelas con un
tipo de humor y un entorno que décadas más tarde desembocaron en Tom Sharpe.
¿A qué
me refiero? Al marco espacial –la campiña, en este caso en Gales- con su casa
solariega, y a unos protagonistas de clase media-alta venida a menos, gruñones
y protestones que están reñidos con el mundo por estar presos de sus manías y
de unos valores obsoletos que les hacen creerse muy por encima del vulgo en
cuestiones estéticas, de decoro y de buen nombre.
El
protagonista, Edward Powell, es un joven gordinflas con ínfulas cuyo diario
forma la mayor parte de la obra. El afectado modo en que se expresa y cómo
maquilla y deforma la realidad permiten al lector divertirse al no dejar de
adivinar las enormes diferencias entre la realidad y lo que se le cuenta.
Edward
está harto de su tía Mildred, con la que se ve obligado a vivir y de la que
depende económicamente. Ambos se aborrecen y mortifican continuamente, pero la
tía está en situación dominante porque Edward no solo es un inútil incapaz de
ganar un penique, sino que, además, aunque se crea listo es incomparablemente
tonto.
De ahí
que el día en que la paciencia de Edward llega al límite la única solución que
se le ocurre es eliminar a su tía. Debe hacerlo, claro está, de modo que no dé
con sus huesos en la cárcel. En resumen, «que parezca un accidente». A partir
de aquí conocemos sus estrambóticas ideas y reflexiones, las ofensas que sufre
o cree sufrir, aquellas que inflige creyendo hacer justicia, las ocurrencias,
reflexiones, experimentos y cautelas que adopta. Ni que decir tiene que el
hombre es un desastre cuya manifiesta petulancia impide que el lector lo vea
como él desea, y así antes lo ve disfrazado que elegante.
Cierto
es que, de puro concienzudo e inútil que Edward resulta, llega a crearse cierta
complicidad con el lector, a lo que no ayuda poco el seco e inquisitorial carácter
de la tía, lo cual no deja de producir una sensación incómoda: ¿cómo sentir
alguna simpatía hacia un proyecto de asesino? Además, durante tres cuartas
partes de la novela ocurre lo que en muchas de las que he aludido al principio:
se trata de una historia «de situación» en la que la gracia no está en cómo
avanzan las cosas –no lo hacen hacia ningún sitio- sino en observar la cabalgata de los sinsabores de
Edward, lo que hace que resulte repetitiva. Sin embargo, hay que llegar al
final pues es en él cuando vemos que la novela sí ha ido avanzando sin que nos
diéramos cuenta hasta llegar a ese final y, sobre todo, a un último párrafo
genial en el que la broma del autor hacia el lector, a cuenta de la novela en
su conjunto, dota de un sentido nuevo a todo. No explico el motivo para no
chafar la sorpresa a nadie, pero sí digo que es toda una maravilla del humor
que, por sí sola, hace que merezca la pena leer El asesinato de mi tía.
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