Publicada
en 1985 (en España en 1989), La felicidad de los ogros es la primera novela protagonizada
por Benjamín Malaussène, un joven al frente de una familia formada por un
sinfín de hermanos con madre común (que regresa a casa cada cierto tiempo pero solo para dejar un nuevo vástago) y padres variados y desconocidos. Todos los
hermanos viven juntos, con excepción de una de las hermanas, embarazada, que no
tiene muy claro dónde va a estar. La familia vive en París, en el no muy
pimpante barrio de Belleville. Malaussène trabaja en unos grandes almacenes
como «chivo expiatorio»: cuando algún cliente ha sufrido problemas con
cualquier producto, se finge que Malaussène es el responsable y, delante del
reclamante, le cae una bronca demencial, improperios de todos los colores y la
promesa de enviarlo al paro y a galeras si fuera posible; a todo lo cual responde
Malaussène suplicando, llorando, implorando piedad... de modo que el reclamante
acaba por no presentar la denuncia para evitar que caiga sobre su conciencia la
suerte del desgraciado e incompetente Malaussène. A ojos del cliente,
Malaussène es un pobre desgraciado; a ojos de la dirección del centro, un
fantástico y bien pagado profesional que les ahorra mucho dinero.
La
novela juega a dos cosas. La primera, a darnos a conocer el pintoresco mundo de
Benjamín Malaussène y los suyos, incluyendo el entorno laboral, lo cual hace de
forma algo confusa al principio, pues de no saber nada sobre estas novelas el
lector tardará algo en enterarse de que algunas de las damas que rodean a
Benjamín son sus hermanas y no otra cosa.
La segunda, la trama que permite hacer avanzar la novela hacia el
conocimiento de esta panda es también singular: una serie de explosiones en el
centro comercial, de alcance limitado pero siempre con víctimas, y en las que Malaussène
se ve a medias envuelto y a medias en disposición de aclarar.
Con tan
insólitos mimbres y el modo en que el asunto queda resuelto podría pensarse que
se trata de una novela disparatada. Pero no. Y en este logro radica gran parte
del mérito de Daniel Pennac: La felicidad de los ogros, pese a lo irreal de las
situaciones, se lee con sensación de verosimilitud. Unamos que Malaussène tiene
un oficio estrafalario pero él no lo es -al contrario, es un hombre con un sentido
común más que notable y un humor que, casi siempre de forma entre
irónica y socarrona, se dedica a sí mismo para hacer más llevaderos los
disgustos- y acabaremos de comprender cómo algo tan extravagante
puede leerse como real.
La
felicidad de los ogros es una novela de humor constante pero sutil e inteligente
precisamente porque el personaje ve todo tan extraño –incluso su propia vida y
su trabajo- como lo ve el lector. Una obra escrita para provocar más sonrisas
que carcajadas y que más allá de las situaciones que describe da a conocer a
unos personajes tan admirables por cómo salen adelante como por su falta de
pretensiones. Es muy difícil no encariñarse con Malaussène y los suyos si
tenemos en cuenta todo lo que Benjamín sacrifica por ellos: su vida entera, tanto
en lo profesional como en lo afectivo y hasta en lo meramente sexual, está
condicionada por la necesidad de sacar adelante a sus hermanos, y él asume el sacrificio con naturalidad y generosidad.
Sí me
atrevo a ponerle un «pero»: el desarrollo de la «investigación» aparece con un
retardo lo bastante largo como para que durante una parte del libro se tenga la
sensación de estar dando vueltas y vueltas a la espera de algo que lance la
historia hacia delante. Pero esto es solo una critiquilla: La felicidad de los ogros me ha
gustado lo suficiente como para haber comprado ya el segundo libro de la saga.
Lo que
no acabo de entender es que esta novela se califique de «novela negra», como en
algún sitio he visto. Negra, negra, lo que se dice negra...
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