Publicada en 1980 y reeditada
hace poco, La mirada del observador es una fantástica novela negra muy distinta
a cuantas he leído y que envuelve de tal manera al lector que hace de él un
observador que comparte la historia con el protagonista, un detective privado
del que no sabemos ni el nombre, pero sí que está separado y tiene una hija a
la que no conoce: una de las quince niñas –a saber cuál de todas- que figuran
en una fotografía de grupo que le envió su esposa humillándolo con la
observación de que ni sabría reconocer a su hija.
Ha pasado el tiempo, y la niña
–¿cuál de esos quince rostros?- ya debe de andar en la veintena. Aunque la
realidad es que el Ojo –así es como es llamado le protagonista- ya no ha sabido
nada más de ella. Nada. Ni si está viva o muerta. Una investigación rutinaria
le lleva a toparse con una mujer que, por su edad, bien podría ser su hija, y
basta este dato para que el pobre hombre le preste una atención inusitada.
Tanta, que la sigue cuando la dama en cuestión comete un asesinato motivado por
su amor por el dinero.
¿Qué
hace entonces el detective? Se convierte en su sombra. La sigue, la sigue, la
sigue siguiendo por mil sitios y durante un tiempo tan prolongado que mejor ni
menciono, hasta crear una complicidad con ella –unilateral, obviamente- y el
extraño sentimiento de unión que todos sentimos hacia quien hemos observado
mucho aunque nunca haya reparado en nosotros. Así va pasando el tiempo y la
dama va engrosando su currículo haciendo que cada vez esté más cerca el
momento en que la policía dé con ella. Y entonces, ¿qué? ¿Qué será del Ojo,
quien, sin darse, cuenta ha hecho de ese seguimiento la razón de su vida?
El
lector, transformado en observador, en ese momento está ya tan obsesionado con
la historia como el propio Ojo. El desenlace no lo conocemos hasta la última
página. Un final, por cierto, maravilloso, que dota de sentido a cuanto se ha
visto hasta entonces.
Leedla.
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