El homenaje es tan breve que
sorprende encontrarlo publicado de forma independiente y no como parte de una
colección de relatos. Es lo que tiene la fama, que permite rentabilizar así
hasta los escritos más pequeños. Hecha esta advertencia, esta brevísima obra puede
identificarse como de Camilleri incluso aunque su nombre no figurara en ningún
sitio, y eso que no es precisamente su obra más lograda. La acción transcurre
con una rapidez inusitada, dando la sensación de que está casi tal cual salió y que con algo más de dedicación podría haber evolucionado
a una novela corta con bastante más sustancia.
Italia, 1940. Vigàta. Un buen
hombre es liberado tras cinco años de confinamiento por «difamación sistemática
del glorioso régimen fascista», difamación que, en realidad, había sido una
tontería pagada carísima. De regreso, se presenta en el Círculo Fascismo y Familia del
que era socio. Todo el mundo le da preventivamente la espalda –no tanto por
rechazo como por miedo a ser considerado afín a él- hasta que el más peligroso de ellos
–por lo chivato- considera que hay que echarlo. Nadie osa llevarle la
contraria. El «difamador» se muestra dispuesto a aceptar al expulsión, pero en medio de la
discusión que otros comienzan un infarto fulmina a uno de los asistentes: un
fascista de noventa y siete años.
Con esta excusa Camilleri da
rienda suelta a lo que mejor se le da: reflejar cómo una parte del personal
trata de medrar a costa de cualquier cosa y cómo el resto colaboran, muy a su
pesar, movidos por el miedo a perder su posición, alta, baja o bajísima; a la vez, estas actitudes están
motivadas a veces por situaciones particulares que tienen poco que ver con la
ambición política y de poder, y mucho con la debilidad de la carne o con el
deseo de aparecer ante alguien ungido de una determinada manera. El problema
del «tonto el último» que se desata en la carrera por homenajear al abuelete muerto es
que conforme pasa el tiempo se van sabiendo más cosas de él, y cuando lo que
sale a la luz se empeña en ser contrario a la realidad oficial, los procesos de
rectificación son obligatorios y sumamente graciosos, pues si fácil es imaginar
a quien medra adulando y ensalzando cualquier memoria, mucho menos –y tanto más divertido- lo es
verlo en el proceso de salvar su culo cuando ha metido la patita hasta el
fondo.
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