El Tira
Gutiérrez es el único detective privado de Antofagasta, profesión a la que
accedió tras hacer un curso por correspondencia. Lo suyo es espiar adúlteros,
pero la novela se inicia con un encargo singular: descubrir al violador que
actúa en el cementerio de la ciudad. Más singular es aún su ayudante, una monja
interesada en el asunto porque una amiga suya fue víctima, dice, del violador.
El
detective es, como su ayudante, un mero aficionado. El caso les viene grande y
actúan tarde y con ingenuidad, aunque con lógica; la hermana Tegualda es,
además, una joven tan consciente de sus votos y creencias como tolerantemente
irónica y ácida con las bromas de su jefe, además de voluntariosa y decidida. El Tira
Gutiérrez es un hombre ya de cierta edad, comodón, un tanto torpe, sin otra
aspiración que llegar a fin de mes y, como tantos, dado a la admiración de las
mujeres bellas desde la posición de mero espectador consciente de sus limitaciones
como don Juan. A lo sumo, se atreve a hacer alguna que otra observación que la hermana Tegualda contesta con una ironía y contundencia desalentadora, muy divertida.
El
conjunto de timidez, torpeza, buenas intenciones y pocas aspiraciones hace que
el lector se encariñe de la pareja, por más que la hermana Tegualda responde
tan poco al estereotipo de monja que a veces es demasiado personaje y demasiado
poco persona. El tono ligero permite, además, que lo escabroso de ciertos
hechos no se adueñe del paisaje. ¿Cómo no va el lector a sonreír cuando el
principal sospechoso de violar en un cementerio empieza siendo un «muertito»?
La novela, breve, divertida, con
el humor sutil que rodea siempre el fracaso asumido con desenfado, contiene
numerosos localismos que hacen colorido el lenguaje. Está escrita con maestría,
con gran equilibrio en los tiempos y en el tono, y con una riqueza de
vocabulario y un modo de expresión que demuestran que el chileno Hernán Rivera
Letelier es un gran escritor. La muerte es una vieja historia aúna calidad y diversión.
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